lunes, 8 de diciembre de 2025

GÉNESIS 2-3: LA HISTORIA DE NUESTROS PRIMEROS PADRES

  
1. La expulsión del Edén no es una historia que tiene que ver exclusivamente con nuestros padres primitivos hace muchísimo tiempo, sino que refleja más bien el estado de nuestra propia vida interior. Hoy sabemos que esos relatos no son precisamente históricos, sino que pertenecen a la llamada literatura sapiencial (sabiduría), pero lo que narran sucede siempre en el corazón de cada persona, y por ende en esta Humanidad.

2. El Edén es el mito de nuestra mayoría de edad: con mucha facilidad sentimos la tentación de renunciar a la intimidad con Dios a cambio de una ilusoria autonomía o supuesta libertad, y esa es la fuente de nuestras miserias, de nuestro pecado.

3. La escena de Génesis 2-3 es dramática: se sitúa en un jardín paradisíaco donde la humanidad y la Divinidad coexisten en íntima unión. Se retrata a Dios con rasgos humanos (antropomórficos): camina, habla, tiene un conocimiento limitado. La historia del Edén pone a la humana al nivel de Dios: ven a Dios, hablan directamente con él, colaboran en la creación, y viven en un lugar que es propio de Dios. (Edén significa delicia).

4. Adam no es en principio un nombre, sino una descripción (“rojo”, hecha de arcilla o barro). Sólo cuando Dios crea a Eva (fuente de vida), Adán se convierte en nombre: nunca somos realmente “alguien” hasta que somos “alguien” en relación.

5. Esa intimidad que comparten ellos con Dios se presenta en término de “desnudez”. Y no se dan cuenta de que están desnudos hasta que comen del árbol del bien y del mal, que está justo en el centro del jardín del Edén; hasta que intentan afirmar su autonomía de Dios, comiendo de ese árbol del que se les había prohibido comer.

6. Creen que la sabiduría (el conocimiento del bien y del mal) se puede alcanzar al margen de Dios. Dice Tomás de Aquino: Que el árbol es el símbolo del deseo de autoafirmación y autonomía radical de la humanidad. Y ese árbol se erige alto, con raíces profundas y frutos tentadores, dentro de cada uno de nosotros. Y desde sus ramas extendidas susurra una serpiente muy astuta tentándonos a convertirnos en dioses por derecho propio, conocedores del bien y del mal, al margen de Dios.

7. Sin Dios, tratamos de construirnos una identidad alternativa que, sin el verdadero fundamento del ser, no es más que una apariencia ilusoria que llamamos el “falso yo”. Y ese es NUESTRO MAYOR ÍDOLO: la percepción ilusoria de nuestro yo autónomo, y atiborrados de su fruto, vivimos separados de nuestra identidad más profunda, que solo puede ser redescubierta en la unión desnuda con Dios.

8. Una vez que comieron del fruto esa desnudez ante Dios les avergonzaba (ya no es libertad ni signo de intimidad), y por eso SE ESCONDEN. Dios ya no puede localizarlos en el jardín y comienza a buscarlos desesperadamente: ¿DÓNDE ESTÁN?, grita Dios. Y allí, avergonzada, caída, alienada, está la Humanidad, agazapada en la oscuridad, temerosa de Dios.

9. Lo que sigue en la historia es una pregunta a la vez que una acusación: ¿QUIÉN TE HA HECHO VER QUE ESTÁS DESNUDO? Es la pregunta existencial a la que cada uno debe responder. ¿QUIÉN TE HA APARTADO DE MÍ, QUE SOY LA FUENTE DE TU EXISTENCIA? ¿POR QUË TE ESCONDES?

10. Hemos sucumbido a la terrible mentira de pensarnos separados de Dios, y estamos atrapados en una gran ilusión de dualidad. EN CONCLUSIÓN: hemos quedado ciegos ante la verdad de nuestra necesidad de Dios, como Fuente, Esencia y Destino, como el principio rector de nuestra existencia.

11. Queda un último detalle, que suele ser pasado por alto: Gn 3,21: “El Señor Dios hizo una túnica de pieles para el hombre y la mujer y los vistió”. Sin querer profundizar mucho en este aspecto, podemos decir que esta ropa prestada es nuestro EGO, que hay que saber diferenciar del falso yo. Nuestras prácticas de oración, ascetismo y virtudes tienen como objetivos fundamentales liberar al ego de la influencia del falso yo, y dejarnos desnudos ante Dios en una perfecta unión de amor.

12. La meta final es REVESTIRNOS DE CRISTO, el nuevo yo recuperado, restaurado, sanado (despojarse del hombre viejo y revestirse de Cristo). Dice Pablo: “Revístanse de amor, que es el broche de la perfección”.

13. Por ello, dentro de nosotros resuena un grito terrible: “Levántate y camina”, un grito de amor que pide lo imposible, luchando, a veces de manera violenta contra nuestra propia inercia y esterilidad para dar a luz a Dios dentro de nosotros.

14. El Edén y nuestra expulsión del paraíso es una realidad interior que cada uno de nosotros en su propia evolución espiritual está condenado a repetir, una condena que la tradición cristiana llama “pecado original”. Cada persona participa de esta lucha, y por eso necesita “convertirse”. Nos resistimos al crecimiento: inercia y esterilidad que tienden siempre a la muerte y la decadencia son los efectos paralizantes del pecado original. ESTE ES NUESTRO EXILIO.

15. Pero al mismo tiempo, el don del exilio es el ANHELO. Ser humano consiste en anhelar, y nada, salvo la unión desnuda con Dios, podrá satisfacer jamás ese anhelo. Y así podemos entender místicamente el camino del discípulo, del cristiano, del hombre o la mujer de oración: convencidos de que nos encontramos en un estado de exilio, anhelamos la intimidad divina del Edén.

16. La ENCARNACIÓN es la respuesta de Dios a todos los hijos de Adán, que han clamado: ¿Hasta cuándo te esconderás de mí? (Salmo 89, 47-49). En realidad, somos nosotros los que intentamos, una y otra vez, escondernos de Dios, aunque anhelamos todo el tiempo que nos encuentre. Y este don de nuestro anhelo solo puede producirse porque ya hemos sido encontrados (Salmo 139, 7-11).

17. El Dios trascendente del que habla el salmista es el mismo Dios ahora presente en Cristo, en quien nuestro exilio debe concluir final y definitivamente. Ese es el significado de la Encarnación: En Cristo fuimos encontrados.


(Resumen del segundo capítulo del libro "Contemplar a Cristo", de Vincent Pizzuto)


Origen del exilio interior

Alejamiento de Dios: el gesto de esconderse tras comer del fruto simboliza la ruptura de la confianza. Ya no se vive la desnudez como intimidad, sino como vergüenza.

Alejamiento de la creación: el jardín, que era “delicia”, se convierte en un lugar hostil. La tierra ya no es colaboradora, sino que se vuelve trabajosa y resistente.

Alejamiento de los demás: Adán y Eva ya no se reconocen en mutua comunión, sino que se acusan. La relación se fractura en sospecha y competencia.

Alejamiento de uno mismo: la identidad se fragmenta; aparece el “yo ilusorio” que busca afirmarse sin Dios, y con ello la sensación de vacío y miedo.

viernes, 21 de noviembre de 2025

UNA SANTIDAD QUE SE CANTA EN PLURAL (Conclusión)

Al llegar al final de este recorrido, queda claro que la santidad no se vive en solitario. Se canta en plural. Se celebra en comunidad. Se construye en la historia. Y la liturgia, cuando es vivida con verdad, se convierte en el lugar donde esa santidad compartida se hace visible, audible, creíble.

La santidad nos interpela a todos: no como exigencia, sino como posibilidad.

El pueblo tiene voz, memoria y fe: su liturgia debe reflejar su vida.
El ministerio es mediación humilde: acompaña, no domina.
La liturgia es comunión: une generaciones, vocaciones, tiempos y estilos.

En un tiempo donde abundan las divisiones, las nostalgias estériles y las imposiciones disfrazadas de fidelidad, necesitamos volver a lo esencial: el Evangelio vivido, la comunidad reunida, el pan compartido, la esperanza proclamada.



🧭 Preguntas para la reflexión personal o comunitaria

1. ¿Qué rostros concretos de santidad reconozco en mi comunidad? ¿Qué me enseñan?

2. ¿Cómo se expresa la voz del pueblo en nuestras celebraciones? ¿Qué podríamos recuperar o fortalecer?

3. ¿Cómo vivo mi propio servicio ministerial (ordenado o no)? ¿Desde dónde acompaño: desde el centro o desde el margen?

4. ¿Qué signos de comunión y qué signos de fragmentación percibo en nuestra liturgia? ¿Qué podríamos transformar?

5. ¿Qué gestos concretos podríamos incorporar para que nuestras celebraciones sean más inclusivas, participativas y esperanzadoras?

viernes, 14 de noviembre de 2025

LA LITURGIA COMO LUGAR DE COMUNIÓN, NO DE IDEOLOGÍA (#4)

La liturgia es el corazón de la vida cristiana
. No es sólo rito, ni sólo doctrina, ni sólo tradición. Es encuentro. Es comunión. Es el lugar donde el pueblo se reúne para escuchar, agradecer, recordar, esperar. Y cuando se vive con autenticidad, la liturgia se convierte en espacio de unidad, no de división; de gracia, no de control; de santidad compartida, no de ideología impuesta.

La comunión que la liturgia revela

En cada celebración, el cielo y la tierra se tocan. Los vivos y los muertos se abrazan. Los santos y los pecadores se sientan juntos. La liturgia no es propiedad de nadie, porque es don para todos. Y ese “todos” incluye al niño que apenas entiende, al anciano que ya no puede hablar, al ministro que preside y al laico que escucha.

La comunión litúrgica es más que estar juntos. Es reconocerse parte de un cuerpo. Es saberse sostenido por la fe de los otros. Es dejar que el Espíritu nos una más allá de nuestras diferencias.

🕯️ Cuando la liturgia se fragmenta

Pero no siempre lo logramos. A veces, la liturgia se convierte en campo de batalla: entre estilos, entre ideologías, entre ministerios. Se discute más sobre formas que sobre fondo. Se imponen criterios sin discernimiento. Se excluye al que no encaja.

Y cuando eso ocurre, la comunión se rompe. El altar se convierte en frontera. El sagrario se aleja del pueblo. El canto se vuelve consigna. La Palabra se usa como arma. Y el pueblo, en lugar de celebrar, se retrae.

Ejemplo concreto: Cuando el sagrario se coloca lejos del centro celebrativo, como si fuera un adorno o una reliquia, se corre el riesgo de fragmentar la experiencia de comunión. El pueblo deja de mirar hacia el centro de la presencia, y la liturgia pierde su eje.

🌾 Recuperar el sentido: signos que unen

La liturgia puede sanar. Puede reconciliar. Puede unir. Pero para eso, necesita ser vivida con humildad, con apertura, con discernimiento. Necesita volver a sus raíces: la mesa compartida, la Palabra escuchada, el pan partido, la memoria viva.

Algunos signos que favorecen la comunión:
El altar como centro visible y accesible.
El sagrario en diálogo con el espacio celebrativo.
La participación activa del pueblo en cantos, gestos, silencios.
La proclamación de la Palabra hecha con reverencia y cercanía.
La homilía como espacio de encuentro, no de imposición.

 No se trata de estética, sino de teología encarnada.

🔥 Cierre: hacia una liturgia que abrace

La liturgia que me interpela no busca uniformidad, sino comunión. No impone, sino invita. No divide, sino abraza. Y en ella, todos tenemos lugar: los santos canonizados, los difuntos que amamos, el pueblo que celebra, el ministro que acompaña.

Esta visión se enlaza con todo lo que hemos compartido:
La santidad que me interpela nos llama a vivir con autenticidad y entrega.
El pueblo celebrante nos recuerda que la liturgia es espacio de participación y memoria.
El ministerio ordenado como mediación humilde nos invita a servir, no a dominar.

Que cada celebración sea un signo de comunión.
Que cada gesto litúrgico nos acerque más a Dios y al prójimo.
Que la santidad compartida se celebre con alegría, con respeto, con esperanza.

sábado, 8 de noviembre de 2025

EL MINISTERIO ORDENADO: MEDIACIÓN HUMILDE PARA UNA SANTIDAD COMPARTIDA (Tema # 3)

La santidad que me interpela no se impone, se ofrece. No se exhibe, se comparte. Y el ministerio ordenado, cuando se vive como mediación humilde, se convierte en espacio fecundo para que la santidad del pueblo florezca.

El ministerio como servicio, no como centro

El sacerdote, el diácono, el obispo… no están llamados a ser protagonistas, sino servidores. Su misión no es ocupar el centro, sino facilitar el encuentro. No es brillar, sino reflejar. No es controlar, sino acompañar.

Cuando el ministerio se vive como mediación humilde, se convierte en puente. Un puente entre Dios y su pueblo, entre la Palabra y la vida, entre la liturgia y la historia. Y ese puente no se construye con poder, sino con escucha, con ternura, con disponibilidad.

El que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos” (Mc 10,44). Esta frase no es sólo una consigna ética, es una clave teológica. El ministerio ordenado es llamado a encarnar esa lógica del Reino: la grandeza que se hace pequeña, la autoridad que se arrodilla, la santidad que se pone al servicio.

🕊️ Acompañar la santidad del pueblo

El pueblo celebrante está lleno de santidad silenciosa. Y el ministro ordenado está llamado a reconocerla, honrarla, sostenerla. No como juez, sino como hermano. No como dueño, sino como testigo.

La mediación humilde implica:
Escuchar las voces del pueblo, incluso cuando incomodan.
Reconocer los carismas laicales como dones del Espíritu.
Facilitar espacios de participación real, no sólo simbólica.
Celebrar con el pueblo, no sobre el pueblo.

Ejemplo concreto: En la preparación de la liturgia, el ministro puede abrir espacio para que la comunidad proponga signos, cantos, intenciones. No se trata de delegar por cortesía, sino de confiar en la santidad que habita en el pueblo.

🌾 El gesto, el tono, la actitud

La mediación humilde no se define sólo por ideas, sino por gestos concretos. El modo de proclamar, de presidir, de mirar, de callar… todo comunica. Y todo puede ser mediación o barrera.

Algunos signos de mediación humilde:
Presidir con sobriedad, sin protagonismo.
Usar un lenguaje cercano, sin tecnicismos innecesarios.
Evitar actitudes de superioridad o distancia.
Mostrar disponibilidad para el diálogo y la corrección fraterna.

Ejemplo concreto: En la homilía, el ministro puede compartir su propia búsqueda, sus dudas, sus aprendizajes. Eso no debilita su autoridad, la humaniza. Y permite que la comunidad se sienta acompañada, no juzgada.

🔥 Cierre: hacia una liturgia de comunión

El ministerio ordenado, cuando se vive como mediación humilde, se convierte en espacio de comunión. Ayuda a que el pueblo recupere su voz, a que la liturgia refleje la vida, a que la santidad se celebre como don compartido.

Esta visión se enlaza naturalmente con las otras entradas:
La santidad que me interpela nos llama a vivir con autenticidad y entrega.
El pueblo celebrante nos recuerda que la liturgia es espacio de participación y memoria.
La liturgia como lugar de comunión (próxima entrada) nos mostrará cómo todos, santos y difuntos, ministros y laicos, estamos llamados a celebrar juntos la esperanza.

jueves, 6 de noviembre de 2025

MARÍA, MADRE DEL PUEBLO FIEL: UNA MARIOLOGÍA QUE UNE, NO QUE DIVIDE

El reciente documento del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Mater Populi Fidelis, ha suscitado reacciones diversas. Algunos lo celebran como una clarificación necesaria; otros lo lamentan como una pérdida de títulos entrañables. Personalmente, lo recibo como un paso humilde y valiente hacia una mariología más evangélica, más comunional.

Durante años, he sentido la necesidad de revisar ciertos lenguajes marianos que, aunque nacidos del amor, han terminado por oscurecer el misterio central de la fe: Cristo como único mediador y redentor. El documento reafirma que María no debe ser llamada “corredentora” ni “mediadora de todas las gracias”, porque tales títulos, aunque bien intencionados, pueden confundir y dividir.

Pero no se trata de empobrecer la devoción, sino de purificarla y centrarla. María sigue siendo madre, discípula, intercesora, figura de la Iglesia. El título propuesto —“Madre del pueblo fiel”— no es una concesión política, sino una invitación pastoral: reconocer a María como compañera del camino, no como figura paralela al Salvador.

En nuestras comunidades caribeñas, donde la devoción mariana es profunda y viva, este llamado puede ayudarnos a recuperar una liturgia más centrada, más comunional, menos ideologizada. María no divide; María une. No reclama protagonismo; lo ofrece. No eclipsa a Cristo; lo señala.

Este gesto doctrinal no cambiará de inmediato las prácticas populares, pero abre espacio para una pedagogía más sana, una catequesis que forma sin imponer, que acompaña sin confundir. Y eso, en tiempos de polarización eclesial, es ya una gracia.


Oración a María, Madre del Pueblo Fiel

Madre de Jesús y madre nuestra,
compañera silenciosa en los caminos del Evangelio,
enséñanos a mirar como tú:
con ojos de misericordia, sin protagonismos ni pretensiones.

Tú no pediste títulos ni altares,
solo dijiste “sí” y caminaste con tu pueblo.
Haznos discípulos como tú,
que escuchan la Palabra y la guardan en el corazón.

Líbranos de una fe que divide,
de imágenes que confunden,
de palabras que te colocan donde solo Cristo salva.

Queremos llamarte como te llama el pueblo:
Madre del consuelo, del aguante, de la esperanza.
Madre del pueblo fiel,
que no reclama tronos, sino que sostiene la cruz.

Ruega por nosotros,
para que la Iglesia sea comunión,
la liturgia sea encuentro,
y la devoción sea camino hacia el Reino.

Amén.

lunes, 3 de noviembre de 2025

EL PUEBLO CELEBRANTE: LA SANTIDAD COMPARTIDA (Tema # 2)

La santidad no es un privilegio, es un llamado

La fiesta de Todos los Santos nos recuerda que la santidad no es una excepción, sino una vocación. No es un pedestal, sino un camino. Y ese camino no se recorre en soledad, sino en comunidad. La santidad es compartida, tejida entre muchos, sostenida por la fe del pueblo.

En cada comunidad hay rostros que no aparecen en los libros, pero que han sido evangelio vivo: la señora que reza el rosario con los vecinos, el joven que acompaña a los ancianos, el catequista que sigue enseñando, aunque nadie lo aplauda. Esa es la santidad que me interpela. Y es también la que la liturgia está llamada a celebrar.

🕊️ Recuperar la voz del pueblo

Demasiadas veces, el pueblo ha sido reducido a espectador en la liturgia. Se le ha silenciado con fórmulas rígidas, se le ha infantilizado con gestos vacíos, se le ha excluido de decisiones que le afectan. Pero el pueblo celebrante tiene voz. Tiene memoria. Tiene fe. Y cuando canta, cuando responde, cuando proclama, está ejerciendo su sacerdocio bautismal.

Recuperar esa voz es un acto de justicia espiritual. Es reconocer que la santidad no baja desde el presbiterio, sino que brota desde los bancos, desde las casas, desde la historia compartida. Es permitir que el pueblo diga su fe con sus palabras, sus cantos, sus silencios.

Ejemplo concreto: En una celebración de Todos los Santos, invitar a la comunidad a nombrar en voz alta a personas fallecidas que vivieron la fe con sencillez. Esos nombres, pronunciados con amor, son parte de la letanía de los santos.

🌾 La liturgia como espejo de la santidad cotidiana

La liturgia no puede ser ajena a la vida del pueblo. No puede ignorar sus dolores, sus luchas, sus esperanzas. Cuando el pueblo celebra, su santidad se vuelve visible. Y cuando la liturgia se convierte en espejo de esa vida, entonces se vuelve fecunda.

La santidad del pueblo se celebra cuando la liturgia:
Nombra sus realidades concretas (alegrías, duelos, luchas).
Integra sus símbolos y expresiones culturales.
Reconoce sus ministerios no ordenados como espacios de gracia.
Permite que la comunidad se exprese con libertad y dignidad.

Ejemplo concreto: En la oración de los fieles, incluir intenciones espontáneas del pueblo. En el ofertorio, presentar signos de la vida cotidiana: una herramienta de trabajo, una foto familiar, una vela encendida por los difuntos.

🔥 El pueblo como sujeto, no como audiencia

Celebrar no es repetir. Es asumir. Es encarnar. Cuando el pueblo comprende lo que celebra, cuando se le forma, se le escucha, se le incluye, entonces la liturgia se convierte en espacio de transformación.

El pueblo celebrante es sujeto cuando:
Se le confía la proclamación de la Palabra.
Se le forma para comprender y vivir los signos.
Se le permite participar en la preparación de las celebraciones.
Se reconoce su capacidad de discernir, de orar, de crear.

Ejemplo concreto: Preparar con un grupo de laicos la liturgia, incluyendo testimonios, cantos elegidos por la comunidad, y un gesto de memoria compartida.

🌉 Cierre: hacia una liturgia de comunión

La santidad que me interpela no camina sola. Camina en comunidad. Camina en pueblo. Y la liturgia, cuando es verdadera, nos permite celebrar esa santidad compartida, esa comunión que transforma, esa esperanza que se canta.

Este tema se enlaza naturalmente con los otros que venimos trabajando:
El ministerio ordenado está llamado a facilitar esta voz del pueblo, no a sustituirla.
La liturgia como lugar de comunión se realiza cuando todos tienen un lugar, una voz, una misión.

viernes, 31 de octubre de 2025

SANTIDAD COMPARTIDA: CELEBRAR, SERVIR Y UNIR

La santidad no es un ideal lejano ni un privilegio reservado. Es una vocación que se encarna en lo cotidiano, en lo comunitario, en lo celebrativo. Esta serie de reflexiones nace del deseo de mirar la santidad no como cima individual, sino como camino compartido: un proceso que se vive en comunidad, se celebra en la liturgia y se acompaña desde el ministerio.

A lo largo de estas entradas, propongo contemplar la santidad desde cuatro ángulos que se entrelazan:

1. La santidad que me interpela: una reflexión personal sobre cómo la vida de los santos —canonizados o no— nos llama a vivir con autenticidad, entrega y esperanza.

2. El pueblo celebrante: cómo la liturgia puede ser espacio donde la santidad del pueblo se hace visible, audible y fecunda.

3. El ministerio ordenado como mediación humilde: una mirada al servicio pastoral como puente, no como centro, al servicio de la comunión.

4. La liturgia como lugar de comunión, no de ideología: una invitación a recuperar el sentido profundo de la celebración como espacio de unidad, memoria y esperanza.

Esta serie está pensada para alimentar la reflexión, pero también para inspirar gestos concretos, decisiones pastorales y caminos de formación. Que cada palabra sea semilla de comunión.


TEMA #1

La santidad que me interpela

Reflexión para la fiesta de Todos los Santos

Siempre me ha conmovido esta fiesta. No por los grandes nombres, sino por lo que revela: que la santidad es posible, que está cerca, que se parece a la vida que muchos viven con fe, con entrega, con dolor y con esperanza.

La santidad me interpela. No como exigencia, sino como invitación. Me habla de un modo de estar en el mundo: con los ojos abiertos, el corazón disponible, los pies en la tierra y la mirada en Dios. Me recuerda que no se trata de perfección, sino de comunión. No de méritos, sino de amor.

Me interpela la santidad de los que no se rinden. De los que perdonan sin que nadie se lo pida. De los que rezan por los demás sin que nadie lo sepa. De los que siguen amando, aunque les falte fuerza. De los que no se creen santos, pero viven como tales.

Me interpela la santidad que no se exhibe, que no se impone, que no se cree perfecta. La santidad que se parece a Jesús: humilde, compasiva, firme, libre. La santidad que se deja tocar por el dolor del otro, que se indigna ante la injusticia, que se alegra con lo pequeño.

Hoy, al celebrar a Todos los Santos, quiero mirar a mi alrededor y reconocerlos. Quiero nombrar a los santos de mi comunidad, de mi historia, de mi familia. Quiero agradecer su testimonio, su ternura, su lucha. Y quiero mirar hacia dentro y preguntarme:

¿Qué parte de mí está llamada a ser santa?
 ¿Qué parte de mí necesita abrirse más al amor, a la entrega, a la comunión?

La santidad no es un estado, es un camino. Un proceso que se vive en comunidad, en lo cotidiano, en lo frágil. Es dejarse transformar por el Espíritu, paso a paso, día a día. Es aprender a amar como Jesús, sin medida, sin miedo, sin condiciones.

Y en este camino, no estoy solo. Me acompaña una “multitud inmensa”, como dice el Apocalipsis. Me acompañan los santos canonizados, sí, pero también los que nunca escribieron libros ni fundaron congregaciones. Me acompañan los que vivieron la fe en lo escondido, los que murieron sin reconocimiento, los que siguen amando desde el cielo.

Por eso, esta fiesta no es sólo para admirar. Es para decidir. Para decirle a Dios: “Aquí estoy. Quiero caminar contigo. Quiero vivir como tus santos. Quiero ser parte de esa comunión que transforma el mundo.”

miércoles, 29 de octubre de 2025

LLEGAR AL CORAZÓN DE LA LITURGIA

En muchos templos de nuestro país, al entrar, uno no ve el sagrario. A veces está en una capilla cerrada, a un lado, o incluso en una habitación aparte. Algunos fieles van allí a orar mientras se celebra la misa. Otros se preguntan si el Señor está “presente” si no lo ven. Esta práctica, que se ha vuelto común en varias parroquias, merece una mirada serena y pastoral. No se trata de juzgar, sino de preguntarnos: ¿Qué mensaje transmite esta disposición? ¿Qué dice sobre nuestra comprensión de la Eucaristía?

Una práctica que inquieta

La intención de ubicar el sagrario en una capilla aparte suele ser buena: favorecer la adoración en silencio, evitar distracciones durante la misa, ofrecer un espacio íntimo para la oración personal. Sin embargo, en la práctica, esta separación puede generar confusión. Cuando el sagrario queda oculto o desplazado, cuando se convierte en un lugar de refugio paralelo a la celebración, se corre el riesgo de fragmentar el Misterio Pascual.

He visto con preocupación cómo, en algunas comunidades, la adoración al Santísimo se vive como algo separado —y a veces más importante— que la misa misma. Como si la “presencia real” estuviera solo en el sagrario, y no también en la Palabra proclamada, en el altar compartido, en el pueblo reunido en su nombre.

La Eucaristía: comunión celebrada

La Iglesia enseña que la misa es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). En ella, Cristo se hace presente de múltiples maneras: en la asamblea, en la Palabra, en el ministro, y de modo particular en el pan y el vino consagrados. El sagrario conserva ese don para la comunión de los enfermos y la adoración, pero no puede sustituir ni competir con la celebración misma.

Separar físicamente el sagrario del altar puede ser legítimo, pero nunca debe romper la unidad del Misterio. El altar y el sagrario son signos complementarios: uno es mesa de entrega y comunión; el otro, memoria viva de esa entrega. Cuando separamos su significado, corremos el riesgo de reducir la misa a un rito vacío o de absolutizar la adoración como experiencia individual.

Recuperar la centralidad del pueblo celebrante

Quizás esta sea una oportunidad para revisar nuestras prácticas y espacios litúrgicos. ¿Favorecen la participación plena, consciente y activa del pueblo? ¿Ayudan a vivir la Eucaristía como comunión, no como devoción aislada? ¿Invitan a reconocer a Cristo en la comunidad reunida, no solo en el sagrario?

Recuperar la voz del pueblo celebrante implica también recuperar su mirada: que el centro no sea un lugar oculto, sino el altar donde Cristo se entrega y nos reúne. Que la adoración no nos aparte de la asamblea, sino que brote de ella y nos devuelva a ella con más amor.

sábado, 25 de octubre de 2025

UNA PREGUNTA INCÓMODA SOBRE EL MINISTERIO CONSAGRADO

A veces, al mirar cómo se vive el ministerio consagrado en la Iglesia, surge una pregunta que parece atrevida: ¿estamos más cerca del Antiguo o del Nuevo Testamento?

No se trata de comparar épocas, sino de discernir el espíritu que anima nuestras prácticas. ¿El ministerio se vive como mediación humilde, como servicio que transparenta a Cristo? ¿O como un sacerdocio separado, revestido de sacralidad, más cercano al templo que al camino?

En el Antiguo Testamento, el sacerdote era mediador entre Dios y el pueblo, separado por normas, purezas, vestiduras. En el Nuevo Testamento, Jesús rompe esa distancia. Se hace mediador desde abajo, lavando pies, compartiendo mesa, abrazando heridas. El ministerio cristiano nace de ahí: de una humanidad entregada, no de una sacralidad apartada.

Pero cuando el ministerio se reviste de poder, de privilegio, de distancia… ¿no estamos volviendo, sin querer, a modelos que Jesús vino a transformar?

No se trata de juzgar, sino de volver a mirar. De preguntarnos si nuestras formas ministeriales transparentan al Cristo servidor, o si lo han desplazado. Si nuestras liturgias y estructuras ayudan al pueblo a encontrarse con Jesús, o si lo esconden detrás de mediaciones que ya no comunican.

Tal vez sea tiempo de volver al Evangelio. De dejar que el ministerio se purifique en la fuente. De recordar que el único sacerdote eterno es Cristo, y que todo ministerio cristiano es participación humilde en su entrega.

CUANDO CRISTO DEJA DE SER CAMINO

Hay momentos en que la fe parece perder su centro. Seguimos hablando de Dios, de Iglesia, de sacramentos, de espiritualidad… pero Cristo ya no está en medio. No porque haya desaparecido, sino porque lo hemos desplazado. Lo hemos envuelto en solemnidades, lo hemos elevado a alturas inalcanzables, lo hemos escondido detrás de mediaciones que, en lugar de transparentarlo, lo opacan.

Santa Teresa hablaba con ternura de su “Sacratísima Humanidad”. Para ella, Jesús no era solo una idea teológica, sino un rostro, una presencia, una compañía concreta. Un Dios que se hizo carne para caminar con nosotros. Pero cuando esa humanidad se pierde —cuando Cristo deja de ser camino—, nuestra fe corre el riesgo de volverse ideología, costumbre o sistema.

Decimos “cristianos”, pero ¿seguimos a Cristo? ¿Lo dejamos entrar en nuestras decisiones, en nuestras heridas, en nuestras comunidades? ¿O lo hemos reemplazado por devociones sin encuentro, por estructuras sin ternura, por discursos sin compasión?

Cuando Cristo deja de ser camino, la fe se vuelve vertical pero no encarnada. Hablamos de Dios, pero no lo reconocemos en el rostro del crucificado. Buscamos lo sagrado, pero evitamos el escándalo de un Dios que lava pies, que come con pecadores, que llora por sus amigos.

Recuperar a Cristo como camino es volver al Evangelio. Es dejar que su humanidad nos toque, nos incomode, nos transforme. Es reconocer que no hay otro puente entre Dios y nosotros. Que no hay espiritualidad cristiana sin el Hijo. Que no hay comunión sin su cuerpo entregado.

Tal vez sea tiempo de volver a mirar a Jesús. No al símbolo, no al dogma abstracto, sino al hombre de Nazaret. Al que nos enseñó a orar, a amar, a perdonar. Al que sigue siendo camino, verdad y vida —si lo dejamos entrar.

Fray Manuel de Jesús, ocd

JESÚS CAMINA CON NOSOTROS (homilía Primeras comuniones)

 
Hoy celebramos un paso muy importante… pero no es el primero.

Jesús ya está con ustedes desde el día en que fueron bautizados. Nos acompaña el Espíritu Santo, que es Dios en nosotros.
El día en que fuimos bautizados comenzó un camino: el camino de vivir como hijos/hijas de Dios, como parte de esta gran familia que es la Iglesia, sacramento universal de salvación.

Hoy, al recibir por primera vez el Cuerpo y la sangre de Cristo, ustedes dan un paso más: se acercan a la mesa de la comunidad, al banquete del Reino.

No se acercan a ella por méritos propios, porque lo merezcan. Es Jesús el que invita siempre: “Hagan esto en memoria mía”.
Tampoco vienen solos. Vienen con sus familias, con sus catequistas, con la comunidad que los ha acompañado en su preparación.

A ustedes, niños, les digo con alegría:
Jesús es un buen amigo, el mejor compañero de camino. Él ya te conoce desde que te regaló una vida nueva en el bautismo, te acompaña, y vive en ti.
Pero hoy te invita a algo nuevo: a compartir su vida, su cuerpo y su sangre, su misión.

A las familias, les digo con esperanza:
Este sacramento no es un punto final.
Es una invitación a seguir creciendo juntos en la fe.
A enseñar con la vida que Jesús no es un recuerdo, sino una presencia viva en la comunidad.

Y a todos, como Iglesia, nos toca cuidar este don.
Porque cada sacramento es un regalo para todos, no solo para quien lo recibe.
Cuando un niño comulga por primera vez, toda la comunidad se renueva.
Cuando una familia se acerca al altar, toda la Iglesia se fortalece.

Jesús dijo: “El que come de este pan vivirá para siempre.”
Y ese “vivir” no es solo para después de la muerte.
Es vivir con sentido, con amor, con esperanza… aquí y ahora, como cuerpo unido en Cristo.

Desde el Bautismo, hemos sido injertados en la vid que es Cristo. Cada sacramento que recibimos no es solo un regalo para cada uno y para sus familias, sino una forma concreta de crecer como sarmientos vivos en esa vid.

La Eucaristía, es por eso, una invitación a participar más plenamente en la vida de la comunidad eclesial. Porque los sacramentos no se reciben para guardarlos, o para presumirlos, sino para vivirlos juntos: para ser Iglesia, cuerpo unido, fecundado por la misma savia que es el amor de Dios.

Que hoy sea un momento especial para todos, niños y familias; para los primeros, alegría y compromiso, porque será su primera comunión (esperemos que no la única); para sus familiares, momento de renovar el compromiso bautismal.

Para todos, y dentro de la novena a nuestro patrono, compartir el gozo de ser de Cristo, de tener a María como Madre, y de sabernos parte de un pueblo que camina unido, sostenido por la fe, la esperanza y el amor.

Que esta celebración no se quede en una foto bonita, sino que sea semilla de comunidad viva.

Que cada niño que hoy comulga por primera vez, y cada familia que lo acompaña, sienta que no está sola, que pertenece a una historia más grande: la historia del amor de Dios que se hace pan, que se hace Iglesia, que se hace camino compartido.

Jesús camina con nosotros. Nos alimenta, nos une, nos envía.
Y nosotros, estamos llamados a dar fruto: fruto de fe, de alegría, de servicio.
Que esta primera comunión sea también una comunión más profunda entre nosotros, una oportunidad para volver a decir: ‘Sí, Señor, queremos seguirte, queremos vivir como tú, queremos ser comunidad que ama y acompaña.’”

Amén.

viernes, 24 de octubre de 2025

VOLVER AL EVANGELIO: UNA CONVERSIÓN NECESARIA

Hay momentos en que la fe necesita volver a su fuente. No para repetir lo de siempre, sino para recuperar lo esencial. Jesús no vino a fundar una religión complicada, ni a establecer un sistema moral. Vino a abrir camino. A mostrar el rostro del Padre. A enseñarnos a vivir desde el amor, la compasión, la verdad.

Pero a veces, nuestra religión se ha convertido en otra cosa. En estructuras que pesan, en tradiciones que ya no liberan, en discursos que juzgan más que acompañan. Seguimos hablando de Dios, pero nos cuesta volver a Jesús. A su humanidad, a su cercanía, a su forma de mirar y tocar.

José Antonio Pagola lo dice con fuerza: “Conversión es volver a Jesús.” Y volver a Jesús es volver al Evangelio. No como un texto antiguo, sino como una llamada viva. Como una forma de estar en el mundo. Como una manera de mirar, de escuchar, de caminar.

Este blog quiere ser eso: un espacio para volver. Para repensar la liturgia, el ministerio, la comunidad… desde Jesús. Para recuperar su lugar en medio. Para que no se nos pierda el camino.


1. Cuando Cristo deja de ser camino

 Recuperar la centralidad de Jesús como mediador, camino, verdad y vida. En muchas prácticas religiosas, la figura de Cristo ha sido desplazada. Se habla de Dios, de Iglesia, de espiritualidad… pero Jesús ya no está en medio. Debemos volver a su humanidad concreta, como puente vivo entre Dios y nosotros. Sin Él, la fe se vuelve sistema, ideología, costumbre. Con Él, vuelve a ser camino.


2. El pueblo celebrante: recuperar la voz en la liturgia

 Superar la pasividad litúrgica y devolver protagonismo al pueblo como sujeto celebrante. La liturgia no es un espectáculo clerical ni una repetición ritual. Es el lugar donde el pueblo se encuentra con Dios, canta su historia, celebra su esperanza. Pero muchas veces, el pueblo ha sido silenciado, reducido a espectador.  Debemos recuperar su voz, su cuerpo, su capacidad de celebrar desde la vida, en comunión con Cristo.


3. El ministerio ordenado como mediación humilde

Revisar el ejercicio del ministerio desde el modelo de Cristo servidor.
¿Nuestros ministerios reflejan el estilo de Jesús o el de los sacerdotes del templo? ¿Son mediaciones humildes o estructuras de poder? Estamos invitados a mirar el ministerio desde el Evangelio: como servicio, como transparencia del Cristo que lava pies, que se entrega, que no se impone. Una llamada a purificar el ministerio desde su fuente.


4. La liturgia como lugar de comunión, no de ideología

Denunciar el uso ideológico de la liturgia y recuperar su sentido de encuentro. La liturgia no es trinchera ni plataforma. Es espacio de reconciliación, de comunión, de gracia compartida. Pero a veces se convierte en campo de batalla simbólico, en lugar de exclusión o imposición.  Estamos llamados a volver a la liturgia como casa abierta, como mesa compartida, como lugar donde Cristo reúne, no divide.

Conclusión: Volver al centro, volver a Jesús

Este itinerario no pretende ofrecer respuestas definitivas, sino abrir un camino de retorno. Retorno al Evangelio, a la figura viva de Jesús, al corazón de una fe que se ha ido complicando, institucionalizando, alejando de su fuente.

Cada reflexión —sobre Cristo como camino, el pueblo celebrante, el ministerio como mediación humilde, y la liturgia como comunión— nace de una misma inquietud: ¿hemos perdido el centro? ¿Seguimos llamándonos cristianos sin que Cristo esté verdaderamente en medio?

Volver a Jesús es volver a su humanidad concreta, a su forma de mirar, de tocar, de servir. Es dejar que su estilo cuestione nuestras prácticas, nuestras estructuras, nuestras seguridades. Es permitir que el Evangelio nos purifique, nos descentre, nos vuelva a poner en camino.

No se trata de nostalgia ni de reforma superficial. Se trata de conversión. De volver al rostro que nos revela al Padre. De dejar que la fe recupere su sabor, su cuerpo, su verdad.

Que este itinerario sea una invitación a mirar de nuevo. A celebrar con el pueblo, a servir con humildad, a reunir sin ideología. Y sobre todo, a caminar con Jesús, que sigue siendo —si lo dejamos— camino, verdad y vida.

Fray Manuel de Jesús, ocd

martes, 21 de octubre de 2025

CUANDO LA COMUNIDAD REVELA A CRISTO


En una reflexión reciente hablábamos de los “sacramentos que no hacen comunidad”: celebraciones que, aunque válidas en forma, no logran generar vínculos, pertenencia ni transformación. Son signos que no comunican, gestos que no despiertan vida compartida. Esta inquietud nos lleva a mirar más hondo: ¿Qué sentido tienen los sacramentos si no brotan de una comunidad viva? ¿Y qué tipo de comunidad es la Iglesia, cuando se comprende como “sacramento universal de salvación”?

1. Más que institución: una comunidad que revela

Decir que la Iglesia es “sacramento universal de salvación” no es afirmar que sea perfecta, ni que tenga el monopolio de la gracia. Es reconocer que, en Cristo, esta comunidad humana ha sido llamada a ser signo e instrumento de la comunión con Dios y de la unidad de todo el género humano (Lumen Gentium 1). Es decir, la Iglesia no es solo la que administra sacramentos, sino la que está llamada a ser sacramento: a transparentar, encarnar y comunicar la salvación que Dios ofrece.

Esta visión nos invita a mirar la Iglesia no como estructura, sino como cuerpo vivo. No como poder, sino como mediación humilde. No como refugio cerrado, sino como espacio abierto donde Cristo se hace presente en lo humano, lo frágil, lo compartido.

2. Los sacramentos como expresiones de esa Iglesia sacramental

Cada sacramento que celebramos —bautismo, eucaristía, reconciliación, unción, matrimonio, orden, confirmación— no es un rito aislado, sino una expresión concreta de la Iglesia como comunidad que salva. No se trata de gestos mágicos, sino de signos que solo tienen sentido en el marco de una comunidad que vive, cree, espera y ama.

El bautismo nos incorpora a un cuerpo, no solo nos limpia de algo.
La eucaristía no solo alimenta, sino que construye comunión.

La reconciliación no es solo perdón individual, sino restauración de vínculos.

El matrimonio no es solo contrato, sino vocación compartida en la Iglesia.

El orden no es privilegio, sino servicio que hace visible la mediación de Cristo.

Cuando los sacramentos se celebran sin comunidad, se vacían. Cuando se viven como parte de una Iglesia que es sacramento, se convierten en caminos de salvación compartida.

3. Cristo presente en la comunidad

La presencia de Cristo no se limita al pan consagrado ni al ministro ordenado. Está en la comunidad reunida, en la escucha compartida, en el servicio mutuo, en la acogida del pobre, en la oración silenciosa, en la palabra que consuela. La Iglesia como sacramento es una comunidad que, en su vivir cotidiano, revela a Cristo.

Esto exige una conversión pastoral: dejar de pensar los sacramentos como “servicios religiosos” y empezar a vivirlos como encuentros con el Dios que salva en comunidad. No basta con “recibir” sacramentos: hay que dejarse transformar por ellos, en comunión con otros.

4. Implicaciones para nuestra pastoral

Formar comunidades vivas, no solo grupos de usuarios de sacramentos.
Celebrar con sentido, cuidando la participación, la palabra, el gesto, el canto, el silencio.
Acompañar procesos, no solo administrar ritos.
Recuperar el protagonismo del pueblo celebrante, donde cada miembro es parte activa del cuerpo.
Vivir la liturgia como lugar de comunión, no de ideología ni de control.

5. Una Iglesia que se deja transformar 

Ser “sacramento universal de salvación” no es un título, sino una vocación. Es dejar que Cristo se haga presente en lo que somos, en lo que compartimos, en lo que celebramos. Es permitir que la comunidad se convierta en signo visible de la gracia invisible. Es vivir la fe como camino compartido, donde cada sacramento es una puerta abierta a la comunión.

domingo, 19 de octubre de 2025

SACRAMENTOS SIN COMUNIDAD: UNA HERIDA QUE INTERPELA

En muchas celebraciones sacramentales, se percibe una fractura silenciosa: los sacramentos se viven como ritos sociales, desvinculados de la comunidad que debería acogerlos, sostenerlos y celebrarlos. Bautismos, primeras comuniones, confirmaciones, matrimonios… se convierten en eventos puntuales, muchas veces organizados por costumbre o presión familiar, sin que medie un verdadero proceso de fe ni una inserción en la vida comunitaria.

Esta realidad no es nueva, pero sigue doliendo. Como agente pastoral, me cuestiona y me entristece. ¿Qué estamos celebrando cuando el sacramento no genera comunión, ni transforma la vida?

El sacramento como signo de comunión

La teología sacramental nos recuerda que los sacramentos son signos eficaces de la gracia, sí, pero también de la Iglesia como cuerpo vivo. No son actos privados ni logros individuales, sino momentos de inserción en el Misterio Pascual y en la comunidad creyente. El bautismo nos incorpora al Pueblo de Dios; la eucaristía nos une en la mesa del Señor; la confirmación fortalece nuestra misión compartida.

Celebrar un sacramento sin comunidad es como plantar una semilla en tierra seca: puede germinar, pero le faltará el entorno vital que la nutra.

La ruptura: sacramentos sin comunidad

Por diversas razones —tradiciones arraigadas, dinámicas sociales, falta de formación, clericalismo— hemos normalizado una práctica sacramental desconectada de la vida comunitaria. Algunos ejemplos:
Niños que hacen la primera comunión sin haber participado nunca en la eucaristía dominical.
Confirmaciones celebradas como requisito para “graduarse” de la catequesis, o para casarse, sin continuidad en la vida parroquial.
Matrimonios que se celebran en templos ajenos, sin vínculo con la comunidad que podría acompañar la vida conyugal.
Bautismos donde los padrinos no conocen ni practican la fe que se les pide transmitir.

Estas prácticas no son meramente deficientes: son síntomas de una herida eclesial. Nos hablan de una Iglesia que ha perdido el vínculo entre sacramento y camino, entre rito y comunidad.

¿Qué nos está diciendo esta herida?

Tal vez esta desconexión nos revela una crisis más profunda: la dificultad de vivir la fe como proceso, como pertenencia, como comunión. En una cultura marcada por el individualismo y el consumo, los sacramentos corren el riesgo de convertirse en “servicios religiosos” que se solicitan, se pagan, se cumplen… pero no se viven.

La liturgia, en este contexto, se convierte en espectáculo o trámite, y el ministerio ordenado en proveedor de ritos. Se pierde la dimensión celebrativa, comunitaria, transformadora.

Caminos de sanación

No basta con lamentarnos. Esta herida puede ser ocasión de conversión pastoral.
 
Algunas pistas:
Preparación sacramental vinculada a procesos comunitarios: que el catecumenado, la catequesis, el acompañamiento matrimonial o familiar estén integrados en la vida de la comunidad.
Acompañamiento post-sacramento: que el bautizado, el confirmado, el recién casado encuentren espacios donde seguir creciendo en la fe.
Liturgias que celebren la vida compartida: que la eucaristía dominical sea lugar de encuentro, no solo de cumplimiento.
Formación que ayude a entender el sacramento como camino: que se enseñe no solo el “qué” del rito, sino el “para qué” y el “con quién”.

Volver al corazón

Volver al corazón del sacramento es volver al corazón de la comunidad. Como en Emaús, el pan se parte en el camino compartido. Como en Pentecostés, el Espíritu se derrama sobre un grupo reunido en oración. Como en los Hechos, la comunidad “partía el pan con alegría y sencillez de corazón”.

Los sacramentos no son eventos aislados: son momentos de gracia que florecen en la tierra fecunda de la comunidad. Recuperar esa verdad es tarea urgente, humilde y esperanzadora.

Fray Manuel de Jesús, ocd