domingo, 13 de marzo de 2022

ACERCA DE LA TRANSFIGURACIÓN

“La inmensa mayoría de las interpretaciones del relato de la Transfiguración apuntan a una manifestación de la “gloria” como preparación para el tiempo de prueba de la pasión. Además de que el intento falló totalmente, esto sería una manifestación trampa. Cuando interpretamos la “gloria” como lo contrario a lo normal, nos alejamos del verdadero mensaje del evangelio. El sufrimiento, la cruz, no puede ser un medio para alcanzar lo que no tenemos. En el sufrimiento está ya Dios presente, exactamente igual que en lo que llamamos glorificación.

La “gloria de Dios” no tiene nada que ver con la gloria humana. En Dios, la gloria es simplemente su esencia, no algo añadido. Dios no puede ser glorificado, porque nunca puede estar sin gloria. Cuando hablamos de la gloria divina de Jesús, aplicándole el concepto de gloria humana, tergiversamos lo que es Jesús y lo que es Dios. Si en Jesús habitaba la plenitud de la divinidad, quiere decir que Dios y su “gloria” nunca se separaron de él. Jesús hombre sí podría recibir gloria: cetros, coronas, solios, poder, fama, honores... Cuando queremos añadírselo después de su muerte, no es más que la gran tentación.

El evangelio nos dice que no tenemos nada que esperar para el futuro. La buena noticia no está en que Dios me va a dar algo más tarde, aquí abajo o en un hipotético más allá, sino en descubrir que todo me lo ha dado ya (El reino de Dios está dentro de vosotros). En Jesús está ya la plenitud de la divinidad, pero está en su humanidad. La divinidad de Jesús no se puede percibir por los sentidos ni deducir de lo que se percibe. De fenómenos externos no puede venir nunca una certeza de la trascendencia, por muy espectaculares que parezcan.

Todo lo que Jesús nos pidió que superáramos, lo queremos reivindicar con creces, solo que un poco más tarde. Renunciar ahora para asegurarlo después, y para toda la eternidad, es la mejor prueba de que seguimos esperando la salvación a nivel de nuestro ego. Jesús acaba de decir a los discípulos, justo antes de este relato, que tiene que padecer mucho; que el que quiera seguirle tiene que renunciar a sí mismo. Jesús nos enseñó que debemos deshacernos de la escoria de nuestro ego para descubrir el oro de nuestro verdadero ser. Seguimos esperando de Dios que recubra de oropel la escoria para que parezca oro. 

Lo divino en nosotros no es lo contrario de nuestras carencias. Es una realidad compatible con las limitaciones, que son inherentes a nuestra condición de criaturas. Después de Jesús, es absurda una esperanza de futuro. Dios nos ha dado ya todo lo que podría darnos. Se ha dado Él mismo y no tiene nada más que dar (San Juan de la Cruz). Claro que esto da al traste con todas nuestras aspiraciones de “salvación”. Pero precisamente ahí debe llegar nuestra reflexión:

 ¿Estamos dispuestos a aceptar la salvación que Jesús nos propone, o seguimos empeñados en exigir de Dios la salvación que nosotros desearíamos para nuestro falso yo?”.

Fray Marcos
Fe Adulta

lunes, 7 de marzo de 2022

LOS MIEDOS DE LA IGLESIA

 
"Probablemente es el miedo lo que más paraliza a los cristianos en el seguimiento fiel a Jesucristo. En la Iglesia actual hay pecado y debilidad, pero hay sobre todo miedo a correr riesgos. Hemos comenzado el tercer milenio sin audacia para renovar creativamente la vivencia de la fe cristiana. No es difícil señalar alguno de estos miedos.

Tenemos miedo a lo nuevo, como si «conservar el pasado» garantizara automáticamente la fidelidad al Evangelio. Es cierto que el Concilio Vaticano II afirmó de manera rotunda que en la Iglesia ha de haber «una constante reforma», pues «como institución humana la necesita permanentemente». Sin embargo, no es menos cierto que lo que mueve en estos momentos a la Iglesia no es tanto un espíritu de renovación cuanto un instinto de conservación.

Tenemos miedo para asumir las tensiones y conflictos que lleva consigo buscar la fidelidad al evangelio. Nos callamos cuando tendríamos que hablar; nos inhibimos cuando deberíamos intervenir. Se prohíbe el debate de cuestiones importantes, para evitar planteamientos que pueden inquietar; preferimos la adhesión rutinaria que no trae problemas ni disgusta a la jerarquía.

Tenemos miedo a la investigación teológica creativa. Miedo a revisar ritos y lenguajes litúrgicos que no favorecen hoy la celebración viva de la fe. Miedo a hablar de los «derechos humanos» dentro de la Iglesia. Miedo a reconocer prácticamente a la mujer un lugar más acorde con el espíritu de Jesús.

Tenemos miedo a anteponer la misericordia por encima de todo, olvidando que la Iglesia no ha recibido el «ministerio del juicio y la condena», sino el «ministerio de la reconciliación». Hay miedo a acoger a los pecadores como lo hacía Jesús. Difícilmente se dirá hoy de la Iglesia que es «amiga de pecadores», como se decía de su Maestro.

Según el relato evangélico, los discípulos caen por tierra «llenos de miedo» al oír una voz que les dice: «Este es mi Hijo amado... escuchadlo». Da miedo escuchar solo a Jesús. Es el mismo Jesús quien se acerca, los toca y les dice: «Levantaos, no tengáis miedo». Solo el contacto vivo con Cristo nos podría liberar de tanto miedo".

(José Antonio Pagola, Fe adulta)

miércoles, 2 de marzo de 2022

GESTOS Y SÍMBOLOS CRISTIANOS: LA CENIZA

Entre los signos característicos y los gestos simbólicos con que expresamos el camino de la Cuaresma hacia la Pascua (el ayuno, el color morado, el silencio del aleluya, el viacrucis…) la imposición de una cruz de ceniza en la frente o en la cabeza de los fieles el Miércoles de Ceniza es uno de los más representativos.

En realidad, no es un rito tan antiguo; en los primeros siglos se expresó con ese gesto el camino cuaresmal de los “penitentes”, o sea, del grupo de pecadores que buscaban recibir la reconciliación al final de la Cuaresma, el Jueves Santo, a las puertas de la Pascua, con hábito penitencial y con la ceniza que ellos mismos se imponían en la cabeza, se presentaban ante la comunidad y expresaban de ese modo su arrepentimiento y voluntad de conversión.

Fue hacia el siglo XII, ya desaparecida la institución de los penitentes como grupo, que la Iglesia redescubre el gesto de la ceniza para todos los fieles. Al comienzo de la Cuaresma toda la comunidad se reconocía pecadora, y ayudada con este gesto, actualizaba su deseo de conversión.

En la reforma posterior al Concilio Vaticano II este rito de reorganizó para hacerlo más expresivo y educador; dejó de celebrarse al comienzo de la celebración y se pasó al momento posterior a las lecturas bíblicas y la homilía, para destacar que es la escucha de la Palabra de Dios la que nos impulsa a la conversión, dando contenido y sentido a ese gesto simbólico.

Se puede hacer la imposición de la ceniza fuera de la Eucaristía, pero siempre en un contexto de escucha de la Palabra. Se conservó además la fórmula clásica de la imposición: “acuérdate que eres polvo y al polvo volverás”, añadiendo otra: “Conviértanse y crean en el Evangelio”. La primera está inspirada en Gn3,19, y la segunda en Mc1,15, y ambas se complementan: una nos recuerda la caducidad humana, y la otra apunta a la actitud interior de conversión a Cristo y su Evangelio, actitud propia de este tiempo litúrgico.

¿Qué significa el gesto de la ceniza?

1. El primer sentido que nos puede recordar la ceniza es nuestra condición débil y caduca; la ceniza es lo que queda cuando se queman las cosas, y también las personas. Es un símbolo muy presente en la Biblia: Adán fue creado del polvo, su mismo nombre refiere a la tierra, y volverás a la tierra, le dice Dios (Gn3,19). El polvo de la tierra es el origen y el destino del ser humano, en lenguaje metafórico y también realista. La palabra “humildad” viene de humus, tierra: “todos caminan hacia una misma meta: todos han salido del polvo y al polvo retornan” (Qo3,20). Hay grandeza en el ser humano, como imagen de Dios y señor de la creación, pero a la vez el ser humano no es nada: su fragilidad, su caducidad, su marcha inexorable hacia la muerte, nos traen pensamientos de meditación y humildad, para no dejarnos envanecer por los fuegos fatuos de la vida presente. La misma ceniza que usamos, sacada de la quema de las palmas del Domingo de Ramos del año anterior nos recuerdan que lo que fue signo de victoria y de vida, se convierte ahora en mera ceniza. No invita todo esto a la angustia, pero sí a la seriedad (no casualmente viene este tiempo y rito después del carnaval).

2. También la ceniza de este día es signo de penitencia y conversión; expresa la tristeza por el mal que hay en nosotros y del que queremos liberarnos en nuestro camino a la Pascua. Además de caducos, somos pecadores, y las lecturas bíblicas que preceden al signo son llamadas apremiantes a la conversión. Iniciamos, dice la oración colecta, el “combate cristiano contra las fuerzas del mal”. En la Biblia la ceniza aparece como gesto simbólico que expresa la actitud de penitencia interior, el dolor ante las malas noticias o las calamidades, el arrepentimiento ante lo mal hecho.


3. Pero también aparece la ceniza como expresión de una plegaria intensa, con la que se quiere pedir la salvación a Dios. Cuando la comunidad cristiana quiere empezar su camino de liberación, su “subida a Jerusalén”, unida a Cristo, anhelando verse libre del mal y entrar en la Vida Nueva de la Pascua, es bueno intensificar la oración con gestos como este, que es al mismo tiempo acto de humildad, de conversión y súplica ardiente ante el que todo lo puede, incluso llenar de vida nueva nuestras existencias.

4. Finalmente, la imposición de la ceniza no es un gesto que simplemente recuerda la muerte, nuestra caducidad y pecado. Con ella empezamos el camino de la Cuaresma, que es camino de la Pascua; no es un gesto aislado, ni mucho menos masoquista, sino signo de comienzo, todo comienzo tiene un meta al otro extremo: Somos llamados a la vida, a participar de la resurrección de Cristo. Venimos del polvo y al polvo volvemos, pero esa no es toda nuestra historia ni todo nuestro destino. Son cenizas de resurrección las del comienzo de la Cuaresma, cenizas pascuales. Nos recuerdan que la vida es cruz, muerte, renuncia, pero a la vez nos aseguran que el programa pascual es dejarse alcanzar por Cristo, por la Vida Nueva y Gloriosa del Señor Jesús. Así como el barro de Adán, por el soplo de Dios, recibió vida, así mismo nuestro barro de hoy, por la fuerza del Espíritu que resucitó a Jesús, está destinado también a darnos Vida. De estas cenizas, Dios saca vida, y del grano que se hunde en la tierra, recoge frutos; a través de la cruz, Cristo fue exaltado a la vida definitiva, y a través de la cruz el cristiano es incorporado a la corriente de vida pascual de Cristo.

En fin, que la Cuaresma empieza con el gesto de la ceniza, pero acaba con el agua de la noche pascual; desde ese primer momento de la imposición de la ceniza, la Cuaresma es “sacramento de la Pascua”, signo pedagógico y eficaz de un éxodo, de una liberación, de un tránsito de la muerte a la vida. Ceniza al principio, y agua al final; la ceniza ensucia, habla de destrucción y muerte; el agua limpia, y es fuente de la vida en la Vigilia Pascual. También enlaza esta ceniza con el fuego vivo del Cirio Pascual, signo de renovación y vida resucitada; de la ceniza al fuego vivo. La Cuaresma empieza con ceniza y termina con fuego y agua.

El lenguaje con el que la Cuaresma nos quiere hacer “entrar en la Pascua” es muy diverso: oraciones, cantos, lecturas bíblicas, ayuno, etc. Pero entre ellos, la ceniza no es un signo menor: nos recuerda nuestra debilidad y nuestro pecado, para que dejemos actuar a Dios en nosotros, incorporándonos a la resurrección de su Hijo, lavándonos con el agua bautismal de la Pascua.

Es una imagen clara de lo que significa vivir en este mundo, y de que ser cristiano es algo muy serio, que exige humildad y reciedumbre, que supone una lucha constante contra el mal en esta vida, pero que también lleva en sí misma una promesa de victoria.

La ceniza es un rito antiguo, pero no anticuado.

(Ideas tomadas de “Ritos y símbolos”, de José Aldazabal)