jueves, 9 de octubre de 2025

EN EL CORAZÓN DE LA LUCHA, LA MISERICORDIA

 La fe cristiana no nos invita a negar nuestras luchas, sino a atravesarlas con la certeza de que Dios camina con nosotros. No somos amados por ser impecables, sino porque somos hijos, y el amor del Padre no se retira cuando caemos: se acerca más.

La misericordia de Dios no es una idea, es una presencia. Es la paciencia que nos espera cuando tropezamos, la ternura que no se escandaliza de nuestras heridas, el abrazo que no exige explicaciones. Dios no se cansa de nosotros. No se decepciona. Él conoce el barro del que estamos hechos, y lo bendice con su aliento.

La sexualidad, lejos de ser una trampa, es una bendición. Es parte de nuestra humanidad, de nuestra capacidad de amar, de entregarnos, de sentirnos vivos. Pero cuando se desconecta del amor, puede volverse compulsión, refugio vacío, o dolor repetido. No porque sea mala, sino porque está herida. Y toda herida necesita cuidado, no castigo.

La culpa excesiva no nos sana. Nos encierra. Nos hace creer que somos indignos de acercarnos a Dios, cuando en realidad es en ese momento, en medio de la lucha, cuando más necesitamos su luz. Jesús no vino por los sanos, sino por los que se sienten perdidos. Y en cada caída, hay una mano tendida que no pregunta, solo levanta.

La redención no es un premio para los que vencen sin fallar. Es un camino para los que, aun cayendo, siguen buscando. En nuestras luchas está la semilla de nuestra plenitud. Porque allí aprendemos a confiar, a pedir ayuda, a amar sin máscaras. Allí descubrimos que no somos salvados por nuestra fuerza, sino por su fidelidad.

Así, cada paso que damos, incluso el más torpe, puede ser parte del camino hacia la libertad. Porque Dios no nos mide por nuestras caídas, sino por nuestra esperanza. Y si seguimos caminando, aunque sea con lágrimas, ya estamos en camino.

(P. Valls)

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