Al llegar al final de este recorrido, queda claro que la santidad no se vive en solitario. Se canta en plural. Se celebra en comunidad. Se construye en la historia. Y la liturgia, cuando es vivida con verdad, se convierte en el lugar donde esa santidad compartida se hace visible, audible, creíble.
La santidad nos interpela a todos: no como exigencia, sino como posibilidad.
El pueblo tiene voz, memoria y fe: su liturgia debe reflejar su vida.
El ministerio es mediación humilde: acompaña, no domina.
La liturgia es comunión: une generaciones, vocaciones, tiempos y estilos.
En un tiempo donde abundan las divisiones, las nostalgias estériles y las imposiciones disfrazadas de fidelidad, necesitamos volver a lo esencial: el Evangelio vivido, la comunidad reunida, el pan compartido, la esperanza proclamada.
1. ¿Qué rostros concretos de santidad reconozco en mi comunidad? ¿Qué me enseñan?
2. ¿Cómo se expresa la voz del pueblo en nuestras celebraciones? ¿Qué podríamos recuperar o fortalecer?
3. ¿Cómo vivo mi propio servicio ministerial (ordenado o no)? ¿Desde dónde acompaño: desde el centro o desde el margen?
4. ¿Qué signos de comunión y qué signos de fragmentación percibo en nuestra liturgia? ¿Qué podríamos transformar?
5. ¿Qué gestos concretos podríamos incorporar para que nuestras celebraciones sean más inclusivas, participativas y esperanzadoras?


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