"Conocí a un hombre que hizo de todo en la vida. Dicen que
había sido ateo y marxista, que llegó a ser mercenario de la Legión Extranjera
francesa y que disparó contra mucha gente.
Y de pronto se convirtió. Se hizo monje sin salir del mundo.
Entró a trabajar como estibador, pero todo el tiempo libre lo dedicaba a la
oración y a la meditación. Durante el día recitaba mantras: "Jesús,
ayúdame", "Jesús, perdona mis pecados", "Jesús santifícame",
"Jesús, hazme amigo de los pobres", "Jesús, hazme pobre
con los
pobres".
......
Al hacerse monje se decidió por aquellos que hacen del mundo
su celda y viven radicalmente la pobreza junto con los pobres: los Hermanitos
de Foucauld. Creó una pequeña comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía
pocos discípulos. La vida era muy dura: trabajar con los pobres y meditar. Eran
sólo tres que acabaron marchándose. Esa vida, así de exigente, no era para
ellos.
Vivió en varios países, amenazado siempre de muerte por los
regímenes militares; tenía que esconderse y huir a otro país. Ahí, tiempo
después, le ocurría lo mismo. Pero él se sentía en la palma de la mano de Dios.
Por eso vivía despreocupado.
Se incomodaba con la Iglesia institucional, esa de un
cristianismo apenas devocional y sin compromiso con la justicia de los pobres,
pero finalmente consiguió colaborar con una parroquia que hacía trabajo
popular. Trabajaba con los sin-tierra, con los sin-techo y con un grupo de
mujeres. Acogía a las prostitutas que venían a llorarle sus penas. Y salían
consoladas.
Valeroso, organizaba manifestaciones públicas frente a la
alcaldía y animaba a las ocupaciones de terrenos baldíos. Y cuando los
sin-tierra y los sin-techo conseguían establecerse, hacía bellas celebraciones
ecuménicas con muchos símbolos,
las llamadas "místicas".
Todos los días, después de la misa de la tarde, se retiraba
durante largo tiempo en la iglesia oscura. Sólo la lamparilla lanzaba destellos
titubeantes de luz, transformando las estatuas muertas en fantasmas vivos y las
columnas erguidas, en extrañas brujas. Y allí se quedaba, impasible, fijos los
ojos en el tabernáculo, hasta que llegaba el sacristán a cerrar la iglesia.
Un día fui a buscarlo a la iglesia. Le pregunté de golpe:
"Hermanito, (no voy a revelar su nombre porque lo entristecería), ¿sientes
a Dios cuando después del trabajo te metes a meditar aquí en la iglesia? ¿Te
dice algo?"
Con toda tranquilidad, como quien despierta de un sueño
profundo, me miró de medio lado y me dijo:
"No siento nada. Hace mucho tiempo que no escucho la
voz del Amigo (así llamaba a Dios). La sentí un día. Era fascinante. Llenaba
mis días de música. Hoy no escucho nada. Tal vez el Amigo no volverá a hablarme
nunca más".
Le respondí: "¿entonces por qué sigues ahí en la
oscuridad sagrada de la iglesia?"
"Sigo –contestó– porque quiero estar disponible. Si el
Amigo quisiera venir, salir de su silencio y hablar, yo estoy aquí para
escuchar. ¿Te imaginas si Él me quisiera hablar y yo no estuviera aquí? Pues,
en cada ocasión, viene sólo una vez... ¿Qué sería de mí, infiel amigo del
Amigo?"
Sí, él continúa siempre "esperando a Godot".
"Y no se mueve", como en la obra de Samuel Beckett.
Lo dejé en su plena disponibilidad. Salí maravillado y
meditando. Gracias a estas personas el mundo está a salvo y Dios continúa
manteniendo su misericordia sobre los que le olvidan o le consideran muerto,
según dijo un filósofo que se volvió loco. Pero existen los que vigilan y
esperan, contra toda esperanza esperan a Godot. Y esta espera hará que cada día
todo sea nuevo
y lleno de jovialidad.
Un día el sacristán lo encontró inclinado sobre el banco de
la iglesia. Pensó que dormía, pero notó que el cuerpo estaba frio
y rígido.
Como el Amigo no venía, él fue a encontrarlo. Ahora ya no
necesita esperar la llegada de Godot. Estará con el Amigo, celebrando una
amistad, en el mayor goce imaginable, por los tiempos sin fin."
LEONARDO BOFF. La voz del Amigo.
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