sábado, 11 de enero de 2014

CREER Y NO CREER

Quien escribe se bautizó en la Iglesia Católica a la edad de 25 años. Antes de eso no creo fuera una persona mala, tenía buenos sentimientos, buscaba la verdad, actuaba de corazón en lo que hacía. Encontrar a Jesús supuso un nuevo nacimiento, una nueva perspectiva, un nuevo camino, pero siempre sobre el substrato de mi vida anterior. No tuve que renunciar a lo que era valioso en mí: mi cultura, mi conocimiento, mis amigos, mi pasión por los libros, la música y el cine. Todo, como diría Pablo, se recapituló en Cristo. Viví mi fe, mi conversión, mi vocación, en un contexto no creyente; no todos los que formaban parte de mi vida entendieron mi fe, algunos se alejaron, otros se distanciaron para luego volver, y muchos nuevos amigos aparecieron. Los mejores amigos me acompañaron en el proceso; no faltó quien dudara de mi cordura. Pero nunca me sentí atacado por nadie a causa de mi elección, ni yo me permití a causa de mi nueva fe condenar a quienes no creían en Dios. Para mí es normal que mucha gente a mi alrededor no crea, no tenga fe, no pertenezca a una religión, o tenga otras creencias. Puedo convivir con ello, sin pensar que todo aquel que no cree en Dios obra de mala fe. No lo creo; sobre todo porque hubo un tiempo en que no creí, y si lo hice, fue por pura gracia, puro don. Hay tantas razones para creer como para no hacerlo. Están ahí: en la vida, en la historia, en las propias religiones. Yo creo porque Dios me regaló la fe, me ofreció a su Hijo como Camino, Verdad y Vida, y no puedo más que dar gracias. Pero acepto las razones de otros para no creer.

Luego de todos estos años de vivencia cristiana, de escuchar hablar a personas religiosas y no religiosas, veo un problema grande a la hora de plantearse el problema de la fe: la mutua intolerancia entre creyentes y no creyentes, o entre creyentes de diversos credos. A veces al que cree, le cuesta aceptar que una persona pueda no creer en Dios de buena fe. Si no cree, es porque no quiere, por maldad. Parecería que Dios es tan evidente, que no se puede dudar acerca de Él. O que si falta la fe católica, hay que dudar de la honestidad del otro, de la bondad de sus intenciones.


Todo parece apuntar a que de aquí en adelante los cristianos tendremos siempre que vivir en un mundo plural, abierto, donde no seremos mayorías, ni se impondrá nuestro parecer. ¿No será importante que repensemos nuestro modo de "estar" en medio del mundo, y el lenguaje con que presentamos el Evangelio y dialogamos con los otros? ¿No será importante aprender a comprender al que dice no creer y amarlo de tal manera que no quepan dudas acerca de nuestras intenciones? 

Otra vez digo: El Evangelio no se impone, se propone; y no desde la superioridad, sino desde el agradecimiento. Si tengo fe, no es merito mío, es puro don; quiero pedirla para otros, mientras les amo incondicionalmente, y pienso que hubo un tiempo en que viví sin fe.

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