martes, 5 de noviembre de 2019

LA OTRA VIDA: NOCIONES DE ESCATOLOGÍA CRISTIANA

Entrando en el mes de noviembre, y por tanto al final del año litúrgico, creo que sería de interés compartir algunas ideas sobre la llamada "Escatología Cristiana", o también "Novísimos"; es decir, aquellas cosas que debemos creer como cristianos católicos acerca de la Resurrección, el juicio final, el cielo, el purgatorio y el infierno. He rescatado unos viejos apuntes de unas charlas, que tratan de acercar estos temas con lenguaje actual, sencillo y comprensible. Tengamos algo presente: se habla de realidades del más allá con un lenguaje y conocimiento de acá, es decir, limitado y figurado; encuentran su fundamento en textos bíblicos que ofrecen una visión concreta de lo que es nuestra fe, un camino de salvación, y por tanto su propósito no es asustar ni amenazar, sino animar y estimular el seguimiento de Cristo, comprometidos con su Reino en el mundo.

LA OTRA VIDA

Escatología” viene del griego, “éskhata”, que significa últimas cosas, definitivo. Aun cuando los valores definitivos empezamos a gustarlos ya en esta vida, la escatología se refiere, sobre todo, al destino del hombre y del mundo después de la muerte. La escatología cristiana devino en cierto momento en un reportaje ingenuo del “fin de los tiempos”. Los libros antiguos de teología y de piedad hacían descripciones exactas y precisas del cielo, el purgatorio y el juicio (particular y universal, para que la información fuera todavía más detallada), la resurrección de los muertos y la forma y el tiempo de esta, el limbo de los niños y hasta el seno de Abraham; todo ese mundo del más allá era descrito en exhaustivos reportajes, cargados de colorido e imaginación. 

Por eso es importante dejar claro algo desde el principio: es inútil especular sobre el “modo” de lo que ocurrirá al final de los tiempos. Dios no lo ha revelado, como no ha manifestado tampoco el “modo”de la creación, al principio de los tiempos. Ahora bien, podemos intentar, y así lo hace la teología, formular algunas ideas, con mucha prudencia, y tomando en cuenta las reflexiones de muchos cristianos a lo largo de los últimos años. 


1- Muerte, inmortalidad, resurrección, tienen que significar necesariamente cosas muy diversas para una antropología dualista, como la de Platón, o para una antropología unitaria, como la cristiana. En la antropología cristiana, la muerte es mucho más terrible porque es el final del hombre entero, y no sólo de una parte de él. Si al hombre se le promete un futuro después de la muerte, sólo podrá entenderse como resurrección. El credo que rezamos cada domingo no dice “creo en la inmortalidad del alma”, sino “espero la resurrección de los muertos”. 

2- Para los cristianos el alma ni es divina, ni preexiste al cuerpo. Ha sido creada precisamente para que informe una materia, y no hay razón para pensar que siga existiendo una vez que deje de informar esa materia. La certeza en la “incorruptibilidad” del alma se basa en la voluntad de Dios, y no en el alma como tal. 

3- Resurrección de los muertos e incorruptibilidad del alma son dos realidades que se implican mutuamente. La incorruptibilidad del “alma-forma del cuerpo”exige la resurrección del hombre. Y a la inversa, para que de verdad pueda haber resurrección es necesaria la incorruptibilidad del alma, porque si nada del sujeto sobreviviera a la muerte y sirviera de nexo entre una y otra vida, tendríamos que hablar, no de resurrección, sino de creación de otro ser a partir de la nada. 

4- Dado que el alma separada del cuerpo se encontraría en un estado contrario a su naturaleza muchos teólogos defienden hoy la tesis de que la resurrección tiene lugar en el momento mismo de la muerte. Así, la muerte sería la frontera entre dos formas de existencia, de las cuales sólo la actual conocemos bien. La existencia de una vida después de la muerte no puede probarse, y por suerte o desgracia, es objeto de fe.


El juicio, una fiesta casi segura. 

Nos hemos imaginado el juicio de Dios que sigue a la muerte como un acto forense del que brotarán para unos sentencias absolutorias y para otros condenatorias. Pero el verbo hebreo “safat” no significaba originalmente “juzgar”, sino “hacer justicia” en el sentido de liberar del enemigo, salvar. El juicio de Dios será, pues, la definitiva y aplastante victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. Por eso los primeros cristianos deseaban ardientemente ese día. 

Después, con el concepto latino de justicia, se empezó a ver el juicio como una rendición de cuentas. Ya no evocaba la confianza en el triunfo, sino la angustia y la inseguridad ante la sentencia incierta. En el siglo XI se pensaba que la inmensa mayoría de los hombres estaba condenada. San Bernardo no dudaba en afirmar que eran pocos los que se salvaban. Así el antiguo Dies Domini (día del Señor) se fue transformando cada vez más en el Dies irae (día de la ira), cuya expresión plástica más espeluznante la ofreció Miguel Ángel en el Cristo Juez de la Capìlla Sixtina que separa con el puño cerrado a los buenos de los malos. 

Pongamos las cosas en su sitio: no hay que pensar que la salvación y la condenación son dos destinos igualmente probables para los hombres. Así ocurría en el Antiguo Testamento, pero Jesús anuncia salvación: “Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca”. Su prédica es buena nueva, "Evangelio", y por tanto la victoria final de Cristo y del conjunto de la humanidad es para el creyente una certeza absoluta. La condenación sería en el peor de los casos únicamente una posibilidad para personas individuales. Sin duda por eso no se menciona el infierno en los antiguos símbolos de la fe. Una concepción simétrica del juicio que concediera la misma probabilidad a la salvación eterna y a la muerte eterna traicionaría el espíritu de la escatología cristiana. Precisamente por esa “asimetría” la Iglesia se ha considerado siempre capacitada para canonizar a muchos fieles, pero nunca ha emitido un testimonio de condena definitiva, ni siquiera de Judas.


El cielo: patria de la identidad

El cielo de la fe no es, por supuesto, el de los astronautas. El “cielo” no es otra cosa que el Reino de Dios. Fue Mateo, sólo él, pues escribe su evangelio para judíos, quien empleó la expresión “Reino de los cielos” para evitar pronunciar el sacratísimo nombre de Dios. Esto tuvo importantes consecuencias porque, en los siglos posteriores, olvidado ya el origen de la expresión, se empezó a hablar de “Cielo” a secas, polarizándose el esfuerzo de los cristianos en llegar individualmente al “cielo” después de la muerte, amortiguándose la preocupación colectiva por la tierra. 

Grave equivocación. Los destinos del hombre y del mundo están ligados para siempre. Ambos deben perfeccionarse poco a poco hasta alcanzar su plenitud, que llegará tras esos momentos de discontinuidad que en el caso del hombre llamamos “muerte” y en el caso del cosmos “fin del mundo”. 

Así, pues, dejemos de hablar de “cielo” y digamos que la bienaventuranza eterna se llama Reino de Dios; la situación de reconciliación definitiva con nosotros mismos, con nuestros hermanos, con el mundo y con Dios. A esa situación accederán todos cuantos ya aquí intentaron vivir así, y se mantuvieron firmes en su propósito, aun con los altibajos de cualquier ser humano. Tras la muerte, sin posibilidad de retroceso, permanecerán para siempre en ese estado que eligieron. Esperamos vivir en unos “nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia” (2 Pe 3, 13). Esperamos que cuando llegue a su fin será transformado por Dios, y ese mundo nuevo nos servirá de patria.


La suerte de estar en el purgatorio. 

A menudo vemos en la Biblia cómo el encuentro con Dios provoca en el hombre una conciencia repentina de su indignidad, de su condición pecadora. Pues bien, esa es la experiencia del purgatorio. La mayoría de los hombres llegan al final de sus vidas no como hombres plenamente madurados, sino como aspirantes inacabados a la humanidad. Cuando esos hombres se encuentran cara a cara con el Dios santo, infinito y misericordioso se desencadena un proceso por el que se actualizan todas sus potencialidades no desarrolladas hasta entonces. Podría resultar un proceso doloroso; pensemos en los penosos ejercicios de rehabilitación o fisioterapia que son necesarios para recuperar la agilidad de miembros que se habían atrofiado como consecuencia de fuertes traumatismos. 

No debemos preguntar dónde está el purgatorio porque sería convertir la situación que acabamos de describir en sitio. La mirada llena de gracia y amor que dirige Cristo al hombre que va a su encuentro es el “lugar” teológico del purgatorio. Tampoco tiene sentido preguntar cuánto dura, pues al otro lado de la muerte quedan abolidas nuestras categorías temporales. 

A la luz de lo anterior, no podemos ver el purgatorio como un castigo por el pasado pecador del hombre (una especie de infierno temporal), sino más bien como una última gracia concedida por Dios al hombre para que se purifique con vistas a su futuro junto a Él. Por eso dice la liturgia que quienes están allá “duermen ya el sueño de la paz". Sin duda llevaba razón Santa Catalina de Génova cuando dijo: “No hay felicidad comparable a la de quienes están en el purgatorio, a no ser la de los santos del cielo”.


¿Y el infierno…..? 

El infierno parece una verdad de fe incómoda, que desde la Ilustración ha sido frecuentemente repudiada. Para Diderot admitir el infierno era tanto como admitir la imagen de un Dios sádico que inventa tormentos refinados para hacer sufrir a sus enemigos derrotados. No es así en absoluto. 

Ante todo debemos erradicar todas esas descripciones fantásticas y terribles de los calabozos y las uñas de hierro porque carecen del más mínimo fundamento. Es verdad que el Nuevo Testamento habla del infierno con la imagen del fuego, pero tomarla al pie de la letra es tan absurdo como tomar al pie de la letra la imagen del banquete nupcial que suele emplearse para referirse al Reino de Dios

En segundo lugar, aclaremos lo más importante: Dios no ha creado el infierno. Todo lo que tiene su origen en Él es bueno. Más aun, Dios no pudo crearlo porque el infierno es una situación humana, y, por tanto, no es algo que pueda existir con independencia de que alguien quiera colocarse en dicha situación. 

El infierno es la situación existencial que resulta del endurecimiento definitivo de una persona en el mal. Es una existencia absurda que se ha petrificado en el absurdo. Por lo tanto, el infierno lo han creado los propios condenados  Si el cielo fuera un lugar, sería inconcebible que Dios excluyese de él a nadie; pero si es un estado de amor, ni siquiera Dios puede introducir en él a quien se niega a amar. 

El infierno existe porque la amistad no se puede imponer. Es algo que se ofrece gratuitamente y libremente se acepta. La oferta divina es la salvación total. Rehusada se convierte en total perdiciónEl infierno sería por toda la eternidad un testimonio del respeto que tiene Dios a la libertad del hombre. 

¿Habrá algún hombre a la vez suficientemente maduro y perverso para rechazar lúcidamente la salvación? Es conocida la “boutade” del abate Mugnier: “Existe el infierno, pero está vacío. ¡Los hombres no son suficientemente malos para merecerlo!”. 

La Iglesia ha condenado la doctrina de Orígenes según la cual la salvación universal se producirá automática y necesariamente, pero ha preservado la esperanza de que pueda ocurrir tal cosa: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Timoteo 2,4) 

(Lo anterior es un resumen de un capítulo del libro ESTA ES NUESTRA FE. Teología para universitarios, de Luis González-Carvajal, publicado por SAL TERRAE en múltiples ediciones)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.