🕊️ “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”
Jesús, la familia y la comunidad cristiana
La figura de Jesús en los Evangelios presenta una relación ambigua, incluso
provocadora, con la institución familiar. En una cultura donde la familia era
el núcleo de identidad, pertenencia y autoridad, Jesús introduce una ruptura
que no es simplemente social, sino profundamente espiritual. No se trata de
desprecio, sino de una reconfiguración radical del vínculo humano.
Cuando en Marcos 3 su madre y sus hermanos lo buscan, Jesús responde con
una frase que ha desconcertado a generaciones: “¿Quiénes son mi madre y mis
hermanos? El que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi
madre.” No hay rechazo, pero sí una clara relativización del parentesco
biológico. Lo que define la nueva familia del Reino no es la sangre, sino la
escucha y la obediencia al Espíritu.
Este gesto no es aislado. En Lucas 14, Jesús habla de “odiar” padre, madre,
esposa e hijos como condición para el discipulado. El lenguaje es duro, pero en
el contexto semítico, “odiar” significa “posponer”, “dar menor prioridad”. Lo
que está en juego es la fidelidad al Reino frente a las lealtades tradicionales.
Jesús no destruye la familia, pero la des-centra. La misión, la comunidad, la
apertura al Espíritu, están por encima de cualquier estructura heredada.
Esto tiene implicaciones profundas. En su itinerancia, Jesús forma una
comunidad que es familia espiritual: hombres y mujeres, pobres y marginados,
discípulos y discípulas que comparten mesa, camino y destino. María, su madre,
aparece en momentos clave, pero no como figura dominante, sino como discípula
silenciosa, contemplativa, que guarda todo en su corazón. En la cruz, Jesús no
se despide de ella como hijo, sino que la entrega a otro discípulo: “Ahí
tienes a tu hijo… ahí tienes a tu madre.” Una nueva familia nace al pie del
dolor.
Sin embargo, la Iglesia, en su evolución histórica, ha tomado otro rumbo. A
medida que se institucionaliza, especialmente desde el siglo IV, se produce una
revalorización de la familia como célula básica de la sociedad cristiana.
Influida por modelos grecorromanos, luego medievales y burgueses, la Iglesia
comienza a defender no tanto la familia como experiencia humana, sino un modelo
cultural específico: heterosexual, patriarcal, monogámico, reproductivo, con
roles definidos. Este modelo se presenta como “natural” o “divino”, aunque
responde más a construcciones históricas que a exigencias evangélicas.
En muchos contextos, esto ha llevado a idealizar la familia como refugio
frente a la secularización, incluso cuando esa idealización excluye realidades
familiares complejas, dolorosas o simplemente distintas. Se ha priorizado la
estabilidad familiar sobre la apertura comunitaria, la inclusión pastoral o la
libertad espiritual. En nombre de la familia, se han justificado silencios,
exclusiones y moralismos que poco tienen que ver con el Evangelio.
Aquí se abre una pregunta pastoral urgente: ¿Qué defendemos cuando
defendemos “la familia”? ¿Estamos defendiendo el Evangelio o una construcción
cultural? ¿Cómo acompañar sin excluir? ¿Cómo formar comunidades que sean
verdaderas familias espirituales, sin caer en la rigidez institucional?
Para quienes trabajan en la pastoral desde una mirada contemplativa y
liberadora, este tema puede ser una puerta hacia una espiritualidad más
inclusiva. La familia puede ser espacio de comunión, pero también de dolor, de
conflicto, de búsqueda. No todas las familias son refugio; algunas son campo de
batalla. No todos los vínculos familiares conducen al Reino; algunos lo
obstaculizan. Por eso Jesús propone una comunidad donde los vínculos se dan por
la fe, no por la sangre; donde el seguimiento puede implicar ruptura; donde la
misión supera la lógica doméstica.
En un retiro, esta reflexión puede abrir espacio para el discernimiento
personal. ¿Qué vínculos familiares me sostienen… y cuáles me atan? ¿Dónde
experimento comunidad más allá de la sangre? ¿Qué me pide el Espíritu en
relación con mi familia? ¿Cómo puedo vivir mi vocación sin quedar atrapado en
expectativas familiares que no responden al Evangelio?
Podrías escribir una “carta espiritual” a tu familia, no para enviarla,
sino para integrar. Una carta desde el Reino, desde la libertad interior, desde
la comunidad que acoge y transforma. Y cerrar con una oración que no
idealice, sino que libere: “Que el Espíritu nos enseñe a amar más allá de
los lazos de sangre.”
(P. Valls)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.