miércoles, 1 de septiembre de 2021

SOBRE EL "CREDO" (1)

AUNQUE ya no se note, el Credo es la narración de una historia: la del amor de Dios al género humano. Esa historia tiene tres partes: Creación, Salvación y «Realización» (o puesta en acto de esa salvación), las cuales coinciden de alguna manera con la obra del Padre, de la Palabra Divina (que nos hace hijos) y del Espíritu de Dios que realiza nuestra filiación. El Credo quiere ser la historia del amor de Dios: desde el origen (creador), a través de nuestro pasado (envía al Hijo) hasta nuestro presente (Espíritu), que nos abre a un futuro esperable. La fe es nuestra respuesta a esa actuación de Dios.

De las muchas profesiones de fe que corrieron en la iglesia primera (muy similares todas ellas), han perdurado dos en nuestra liturgia: el llamado «Credo apostólico», que se remonta a finales del siglo II y el Credo de los concilios de Nicea (año 325) y Constantinopla (381, que completó un poco la fórmula de Nicea). Este segundo es el «credo largo» de nuestras misas. El primero recibe su nombre de la leyenda de que cada uno de los Apóstoles había redactado un artículo. Así lo sugiere el papa Siricio en una carta al Sínodo de Milán (presidido por san Ambrosio) en el 390.

Al hablar de la fe se ha distinguido siempre entre la fe que creemos y la fe con que creemos. La primera se refiere a los contenidos de nuestra fe, y la segunda al acto mismo de creer. Pues bien, la primera palabra del Credo nos orienta hacia este segundo punto, que son los aspectos formales de la fe: qué estoy haciendo cuando digo «creo». Mientras que todos los artículos siguientes desarrollan el primer punto: qué es aquello que creemos. Y al analizar los aspectos formales (o la fe con que creemos) hay que destacar los siguientes aspectos:

 Confío: La afirmación de que creo no es una afirmación cognitiva (creo que Dios existe), sino dinámica: me abandono, me entrego, me fío. Porque, primariamente, la fe no es un saber, sino un encuentro.
El «creo» de nuestro Credo no expresa un mero asentimiento a verdades o enunciados aceptados intelectualmente, sino que proclama una actitud de encuentro personal y de respuesta confiada a ese encuentro. Y cuando lo decimos refiriéndolo a Dios, que no es una persona particular limitada, sino algo así como la totalidad personal del ser, la clave de bóveda, el sentido, la explicación y la plenitud del existir, entonces estamos expresando una actitud global con respecto a la totalidad y el sentido de nuestras vidas; y la estamos expresando con los términos de una relación personal positiva. Es muy importante que esto quede claro. De ahí la simplicidad de nuestra traducción: CONFÍO. La totalidad del misterio que nos envuelve, esa «Nube del no-saber», es una nube acogedora y digna de confianza: entro confiadamente en Ti.

 ¿Creo o creemos?: Pero la fe con que creemos tiene aún otro aspecto importante: además de ser un acto de confianza plena, es una actitud personal y comunitaria a la vez. El Credo apostólico (el breve) comienza con el verbo en singular: «creo...». En cambio, el símbolo niceno-constantinopolitano comienza en plural: «creemos» (DH 125). Desde el punto de vista histórico, es muy probable que ello se deba a que el credo niceno es la proclamación de una asamblea, mientras que el Credo breve es una fórmula que ha brotado de la práctica bautismal, donde el converso debía expresar personalmente su fe, para ser bautizado (quizá respondiendo primero a preguntas y, más tarde, mediante una fórmula aceptada en las diversas iglesias). 

Esta referencia a los orígenes nos permite adivinar que la ambivalencia entre el singular y el plural es importante y no debemos abandonarla. La fe es un acto enorme y decisivamente personal: es la más personal de nuestras decisiones. Pero esto de ningún modo la hace menos comunitaria, sino al revés: porque, en el campo de la fe, cuanto más crece lo personal, tanto más crece lo comunitario.

(Quien dice “yo creo”, dice: “Yo me adhiero a lo que nosotros creemos”, CIC 185)

El elemento de «conocimiento», intrínseco al acto de fe, deriva en buena parte del carácter comunitario de la fe: pues sin unas verdades compartidas y un lenguaje común, no hay comunidad. Toda comunidad necesita (si queremos hablar así) «dogmas» comunes que la constituyen. Por eso, no sin razón, se llama a las primitivas profesiones de fe «símbolos», que, en una traducción más literal, deberíamos decir «aglutinadores»: porque el símbolo une dos cosas que parecían separadas o distintas; y una comunidad que no tuviera símbolos comunes de fe sería una comunidad «dia-bólica», dividida. 
Nuestra fe se apoya en la fe de los demás, sin duda. Pero, a la vez, incluye a los demás en esa opción tan personal: porque no se puede creer en un Dios que no es soledad, sino comunión, más que de una manera que implique comunión y comunidad. Cuando luego, al final del Credo, profesemos o creamos «que existe la Iglesia», no haremos más que explicitar una cualidad intrínseca a esa fe confiada en el Dios que hemos proclamado antes: creemos «en iglesia» (en grupo). La fe, por tanto, es profundamente personal e intrínsecamente comunitaria. Por eso sería mejor no suprimir ninguna de las dos posibilidades, sino alternarlas según convenga.

Antes de ir exponiendo los artículos puede ser bueno explicar el porqué de nuestra fe en un Dios que es Padre-Palabra-Espíritu. De entrada, aclaremos que ese tipo de fe no brota de una deducción racional, sino de la experiencia en torno a Jesús de que Dios se nos ha dado de maneras muy diversas. El Nuevo Testamento habla tranquilamente del Padre, el Hijo y el Espíritu ya antes de confesar expresamente la trinidad de Dios. No obstante, una vez que el acontecimiento de Cristo nos conduce a la profesión de la Trinidad, podemos encontrar una coherencia razonable con ese modo de hablar de Dios, si tenemos en cuenta que Dios es la Plenitud del ser, la infinitud del ser; y que, en Jesucristo, esa plenitud se nos ha revelado como Amor.

José Ignacio González-Faus
CONFÍO...

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