Es Lucas, en su Evangelio, quien nos cuenta la más hermosa historia Pascual; la de aquellos dos discípulos que van de camino a una aldea llamada Emaús, a dos leguas de Jerusalen. Es un camino de decepción, de tristeza, de desesperanza, de fracaso. Van conversando sobre lo sucedido, porque es lo que les llena la mente y el corazón; van huyendo de todo, y a la vez no pueden olvidar. Es terrible cuando caminamos así, entre el dolor del pasado y la incertidumbre del futuro, sin apenas tocar el presente. Aun sin estar ciegos, estos hombres tienen la vista nublada, no son capaces de reconocer la vida que sale a su encuentro en la persona de Jesús. No pueden aceptar los signo de vida que le ofrecen otros, en este caso las mujeres. Un corazón así no puede imaginar otro camino que no sea el de siempre, este que andamos, porque ha levantado muros para lo novedoso y lo inusual de la resurrección.
Pero Jesús sale a su encuentro en un desconocido que se suma a la marcha, que les escucha, que les pregunta, que les provoca, que les interpela. Él les ayuda a tener una nueva visión, a interpretar lo sucedido en clave de fe. Les recuerda que la Historia está en manos de Dios, que el amor nos lleva en la palma de su mano, que incluso en lo incomprensible, en lo doloroso, en lo terrible, se esconde siempre una esperanza, un brote de vida, un nuevo empezar. Lucas nos recuerda que el Resucitado nos acompaña siempre en el camino. Si estamos en camino, si no nos quedamos estancados, Jesús está a nuestro lado, y podemos hablarle y escucharle, podemos decirle aquello que no entendemos de nuestra vida, podemos pedirle una nueva visión.
Así, el caminar y el diálogo invitan al descanso, al encuentro, al compartir; todo eso se expresa en el "sentarse a la mesa". La comunidad, la fraternidad, aliciente cuando sentimos que el sol se esconde y llegan las sombras. "Quédate junto a nosotros". Y el Gran Desconocido entró para quedarse con ellos. ¡Qué regalo! ¡Qué consuelo!
Todo el relato de Emaus es una hermosa parábola de la vida evangélica: caminar (con Jesús), escuchar o aprender (de Jesús), compartir o celebrar (en Jesús) . Recordemos que celebrar la Eucaristía es expresión de una "vida eucarística", pues de lo contrario estaríamos celebrando un rito vacío. Jesús se entregó como pan partido, nosotros partimos el pan eucarístico para expresar, celebrar, ayudar, nuestra propia entrega. Por eso cobra mayor significado en el relato el hecho de que el "Gran Desconocido" se haga conocido en el momento en que ellos parten el pan en la mesa. Era tan obvio: ¡Es Jesús!, y entonces ya no hace falta su presencia física, ya le saben vivo caminando junto a ellos, y vuelven al camino pero en dirección contraria. Otra vez a Jerusalen para dar testimonio: ¡La Vida venció a la muerte¡
Ahora podemos ver nuestra historia personal, nuestra vida, con nuevos ojos. Todo estuvo bien, todo era necesario para que surgiera en mí algo nuevo, una nueva imagen de Dios en mi vida. Es a través de todas las experiencias que he vivido que Dios me ha ido formando y forjando tal y como era necesario.
En el relato aparecen tres preguntas que podemos hacer nuestras:
1. ¿Somos gente de camino, o de aquellos que se han sentado ya en el borde y ven la vida pasar? ¿De qué vamos hablando por el camino de nuestra vida, qué es lo que hoy nos preocupa?
2. ¿Creemos que todo lo que sucede acaba ayudando y siendo para bien, y está escrito en el corazón de Dios, para que alcancemos madurez y se realice en nosotros su plan de salvación?
3. ¿Arden nuestros corazones todavía cuando vamos de camino y escuchamos la Palabra, y tendemos una mano a nuestro hermano, y somos comunidad en Cristo, o tenemos un corazón duro y frío, instalado en la costumbre o la rutina?
Este relato de los discípulos de Emaus en el Evangelio de San Lucas despierta tantos ecos que bien merecería la pena estarlo rumiando a lo largo de toda la semana. No nos quedemos en la anécdota; busquemos más adentro, más hondo, para encontrar a Jesús en la vida, en el camino, en los hermanos, en una cruz vencida.
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