Lucas utiliza también en su relato de Pentecostés la imagen del lenguaje: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. Como antes dijimos, aquí nos remitimos evidentemente al relato del Génesis, y la Torre de Babel. Frente al orgullo humano, y afán de poder y endiosamiento, Dios tomó una determinación: “Confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo”.
Cuando las personas no se entienden, no pueden trabajar juntas; si se entienden, pueden lograr muchas cosas. Cuando se pierde el lenguaje común, las comunidades se destruyen. Pentecostés viene a ser como una respuesta de Dios a la mezcla de lenguas de Babilonia; Dios desea que todas las personas vuelvan a hablar un mismo idioma y por tanto sean capaces de crear algo nuevo y duradero.
La Iglesia también necesita de ese lenguaje nuevo para ser entendida en su predicación del Evangelio: hablar de forma compasiva, de forma familiar y cercana, de forma alegre y entusiasta. El lenguaje del Espíritu sana y libera.
El otro aspecto a resaltar es el vínculo del Espíritu Santo con la construcción de la comunidad. Siempre que nos reunimos en el nombre de Jesús se renueva y actualiza el milagro de Pentecostés. Comunión de amor, oración unánime, proyecto común. Dice Lucas: “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía”.
El Espíritu mueve la comunidad, la desinstala, la desacomoda, la abre, la sacude, la agita… para que no se duerma, ni olvide cuál es su propósito. El Espíritu Santo es el que construye la Iglesia, haciendo que personas tan diversas, tengan “un solo corazón y una sola alma”, y tengan sus bienes en común.
En nuestra realidad habitual, percibimos que hace falta que el Espíritu renueve y transforme, nuestras vidas y comunidades, porque falta amor, libertad interior, fuerza orante, impulso evangelizador….
No vamos a terminar sin mencionar lo que llama Pablo en la Carta a los Corintios (1 Cor 12, 8-11), los DONES del Espíritu Santo, esos que por la efusión del Espíritu se conceden a los cristianos, a nivel personal, para que los pongan al servicio de la comunidad. Pablo habla de “carismas”: dones, capacidades, características que Dios concede a cada individuo., y que se nos regalan en momentos concretos de la vida. A menudo nos quedamos en pedir lo que sentimos que nos falta, pedimos por la salud física y espiritual, pero Pablo nos invita a ampliar esa mirada sanadora y solidaria, y reconocer los dones y capacidades que suscita el Espíritu en nosotros para aportar lo nuestro en la comunidad eclesial. Cada uno es valioso a su manera, cada uno tiene algo que dar a los demás. Y luego, dice Pablo, recordar que el don más importante es siempre el AMOR, sin el cual los otros talentos estarían vacíos.
La tradición de la Iglesia reconoce 7 dones: sabiduría e inteligencia, consejo y fortaleza, ciencia y piedad, y temor de Dios.
En Pentecostés celebramos la plenitud humana, la belleza y perfección del ser humano, creado y redimido por Dios. El número 50 es simbólico, e implica madurez, jubileo, alegría, perdón de las deudas, según diferentes relatos bíblicos. Pentecostés es la fiesta de la vida, de la vida plena a la que el Señor nos llama; es el ascenso de nuestra propia humanidad al Cielo, en medio de la vida cotidiana. Y es, por supuesto, la fiesta del nacimiento de la Iglesia, la comunidad de Jesús, en la que se nos invita a romper la estrechez y los muros, para convertirnos en levadura de amor, perdón, liberación y humanidad plena.
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