martes, 10 de junio de 2014

CREANDO UN ESPACIO SAGRADO o Tres disciplinas espirituales.

Terminamos La Pascua, como tiempo litúrgico, para adentrarnos ahora en la Pascua de cada día, y les propongo algunas ideas que ayuden a este caminar en la fe, la esperanza y el amor.  Son sugerencias para vivir una vida más centrada en Dios, en comunión con Jesús, y dejándonos mover por su Espíritu. Es importante para esto crear en la vida un espacio sagrado en el que Dios pueda actuar, y para dar cabida a Dios en nuestra vida necesitamos darle a Él tiempo, compromiso, y vivir cierta disciplina espiritual. Cuando lo hacemos así, nuestra vida comienza a transformarse como jamás habías imaginado o previsto, porque Dios siempre sorprende, dijo Francisco en la homilía de Pentecostés, y actúa siempre en nuestras vidas.

Es importante insistir en esto: no hay crecimiento sin disciplina, es decir, sin práctica. La fe no es un saber cosas, aprender ideas, conocer preceptos; la fe ante todo es practicar, es decir, vivir. Llamamos disciplina espiritual a cualquier cosa que nos exija proceder con más calma y ordenar nuestra vida, nuestros deseos y pensamientos, con el fin de contrarrestar el egoísmo, la impulsividad o la confusión mental.

Aquí proponemos tres disciplinas o prácticas espirituales, clásicas, útiles, porque ayudan a que Dios ocupe un espacio cada vez mayor en nuestra vida, transformándonos en Cristo. 
(Este material es un resumen de un texto de Henri Nouwen en torno al acompañamiento espiritual, y las ideas están algo recreadas a partir de mi propia comprensión de lo que aquí aparece). 

Hablamos de:

1. La disciplina del Corazón.

2. La disciplina del Libro.

3. La disciplina de la Iglesia.

Comencemos por la primera, LA DISCIPLINA DEL CORAZÓN: hablamos aquí del conocimiento propio, del mirarnos adentro, del escuchar al Maestro interior. De esto habla Teresa al comienzo de sus Moradas: El ser humano es un castillo hermoso, lleno de habitaciones y niveles, y en el centro de ese castillo habita Dios. Sin embargo muchos viven como si fuésemos simplemente cuerpos vacíos o huecos. La oración interior es prestar una atención cuidadosa a Aquel que habita en el centro mismo de nuestro ser. Orando despertamos al Dios que está en nosotros, y con la práctica cotidiana permitimos a Dios entrar en nuestros latidos, nuestra respiración, nuestros pensamientos y emociones, nuestros sentidos: vista, oído, tacto, gusto, en cada partícula de nuestro cuerpo.

Así, permaneciendo despiertos al Dios que está en nosotros, podemos verlo cada vez mejor en el mundo que nos rodea.

La disciplina del corazón nos hace consientes de que orar no es hablar o simplemente escuchar, sino hacer ambas cosas con el corazón, desde lo más hondo de nosotros, con todo lo que somos nosotros. Nos ayuda a ESTAR ante Dios con cuanto somos y tenemos: miedos, ansiedades, culpas y vergüenzas, fantasías, avaricia, ira; alegrías y éxitos, aspiraciones y esperanzas; reflexiones, sueños, vagabundeos mentales; y sobre todo, nuestra familia, nuestros amigos y enemigos. Es decir, con todo lo que nos hace ser quienes somos. Con todo esto escuchamos a Dios, y le dejamos hablar en cada rincón de nuestro ser.

Fíjense que “cada rincón de nuestro ser”, incluye también nuestro cuerpo físico. El corazón no es simple órgano espiritual, sino el lugar secreto en nuestro interior donde se hacen Uno en nosotros espíritu, alma y cuerpo. No hay vida espiritual desencarnada. Estamos llamados a amar a Dios y al prójimo con todo nuestro corazón, toda nuestra alma, toda nuestra mente y todas nuestras fuerzas.

Sin embargo: nosotros amamos a Dios a medias, por pedazos, y le ocultamos parte de lo que somos; creemos que algunas cosas no son para él, y le mostramos lo que nos parece bueno y bonito, lo que creemos le complace más, y así tenemos una vida de oración selectiva y limitada. Con la disciplina del corazón de la que hablamos aquí podemos superar los temores ante Dios, profundizar en nuestra fe y comprender mejor quién es Dios para nosotros.

Dejamos dos preguntas en el aire: ¿Cómo es tu vida de oración? ¿Qué espacios le concedes a Dios para que pueda hablarte y llegar a lo más hondo de ti?

Una segunda disciplina esencial es la que llamamos DISCIPLINA DEL LIBRO o disciplina de la Palabra, porque se trata de aprender a mirar a Dios a través de la lectura sagrada de la Escritura y de otros libros espirituales. Lo que llama la Iglesia desde antaño la “Lectio Divina”. 

Aquí hablamos de lo necesario que es, si estamos realmente decididos a vivir una vida espiritual, que escuchemos asiduamente, de modo personal e íntimo, la palabra de Dios tal y como llega a nosotros en la Escritura. Se trata de aprender a leer y meditar con devoción el texto sagrada de tal manera que propicie la oración, el diálogo con Dios.

MEDITAR implica que esa Palabra descienda a nuestra mente, a nuestro corazón y se encarne, se haga vida, y para ello necesitamos comer la Palabra, rumiarla, digerirla y hacerla vida. A través de este meditar cotidiana Dios se sigue encarnando en el Mundo, y aprendemos a ESCUCHAR, desarrollamos un oído interno, para OBEDECER a Dios (La palabra “obedecer” significa literalmente “oír bien”). La práctica diaria de la “lectio divina” va transformando poco a poco nuestra identidad personal, nuestros actos y nuestra vida de fe en común.

Aquí también proponemos algún interrogante para la reflexión: ¿Qué tiempo dedicamos a leer cada día la Biblia, o el pasaje evangélico que la Iglesia propone para cada jornada? ¿Nuestra oración se apoya o fundamenta en nuestra lectura bíblica cotidiana?


Finalmente, digamos algo de la tercera disciplina, la DISCIPLINA DE LA COMUNIDAD o de la Iglesia, es decir, la de sabernos miembros de un pueblo o familia a través de la cual Dios manifiesta su plenitud. “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre…”. La Comunidad nos ofrece una perspectiva más realista de nuestra vida y de Dios, de lo contrario podríamos inventarnos una fe, una imagen de Dios, que simplemente apoye nuestras propias ideas. El Cristo Total es la nueva Humanidad redimida, de la que la Iglesia es semilla, levadura, sal y luz. Nunca caminamos solos, por nuestra cuenta; siempre caminamos con otros, y en los otros encontramos a Dios y Dios nos encuentra y nos habla.

De ahí lo importante de “ser Iglesia”, orar como Iglesia, participar de las celebraciones de la Iglesia, y sobre todo aprender que nuestra pequeña historia cotidiana forma parte de la gran historia de Dios., y esa es una de las funciones del ministro en la Iglesia: enseñarle a su comunidad que somos parte de un gran proyecto, un proyecto de amor, el de Dios.

Preguntamos: ¿Valoramos suficientemente nuestro “ser Iglesia”? ¿Tiene nuestra práctica cristiana verdadera dimensión comunitaria? ¿Cuidamos los espacios en los que compartimos con otros hermanos de fe?

Así, pues, estas tres disciplinas (el Corazón, el Libro, y la Iglesia) exigen atención de nuestra parte, discernimiento espiritual, para superar nuestra sordera y nuestra resistencia y convertirnos en personas libres y obedientes que escuchamos la voz de Dios cuando nos llama a y desde lugares desconocidos.



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