miércoles, 22 de febrero de 2012

LA MÚSICA ME SALVA


La música me salva, escribí hace unos días en este blog. La música es como un abrazo que recibes, entrañable, que acompaña siempre. A pesar de creer que la música que se escucha hoy por la mayoría no es la mejor, la buena música sigue estando  ahí, para acompañar y hacer crecer. Cosas nuevas aparecen siempre, voces y melodías que descubro recién, y que disfruto; los últimos discos que escucho con atención y placer: Pedro Luis Ferrer (“Tangible”), Eugenia León (“Agua de beber”), Malú (“Intima guerra fría”).  A Eugenia la descubrí en mi primer viaje a México, y desde entonces forma parte de la banda sonora de mi vida; mujer de voz increíble, y decididamente inteligente a la hora de elegir su repertorio, no deja de acudir a la mejor tradición musical para actualizarla con su particular estilo. De España me traje otro imprescindible, Pedro Guerra, y su último disco, “El mono espabilado”, nos devuelve al Pedro de siempre, luego de su incursión por la música iberoamericana en sus dos propuestas anteriores; poesía hecha canción, recreación de detalles cotidianos convertidos en la más pura inspiración para vivir y soñar.
 Aunque algunos me acompañan desde que tengo memoria, como Silvio, Serrat y Amaury, otros han ido apareciendo a lo largo del camino, enriqueciendo mi sensibilidad en todo sentido, como Joaquín Sabina, Leonard Cohen, Pablo, Fito Páez, Aute, y tantos otros nombres imprescindibles. Suelo valorar más el texto de las canciones, lo cual no significa que no disfrute la melodía; y sobre todo, puedo reconocer lo bueno, aun si está distante de mis preferencias musicales. En la medida en que fueron llegando los años de vida aprendí también a disfrutar de la mejor música cubana de siempre, y tengo a mano siempre a Elena Burke, Bola de Nieve, Benny Moré o Celia Cruz, por mencionar algunos, y me dejo llevar por Liuba, Santiago Feliú, Ivette Cepeda o Buena Fe.
 Las canciones hablan por mí, acompañan cada momento del día y de mi vida, incluso cuando parece que callan, pero siguen sonando dentro, desde el corazón. Recuerdo ahora que desde pequeño me costó entender, y de hecho no acepté nunca, la tradición de que, en el luto por una persona querida, no se puede poner música. Entonces más que nunca necesitaba, me era necesario, cantar. En el velorio de una de mis abuelas, mientras caminábamos al cementerio, iba yo cantándole por lo bajo las canciones que más le gustaban, las de Barbarito Diez.
 Ahora canto también, y es mucha la música que trae a la memoria las mejores horas vividas en los últimos tiempos: “No hay bella melodía, en que no surjas tú…”, pero sí quiero escucharlas, porque en ellas encuentro la paz necesaria para continuar haciendo camino.