viernes, 4 de abril de 2014

LA CRUZ, EXPERIENCIA Y SÍMBOLO

“La cruz es un símbolo importante en todas las religiones; el cristianismo no descubrió la cruz. La cruz, en todas las culturas, es un símbolo cósmico y un símbolo de la bendición que los dioses conceden a los seres humanos, un símbolo de vida y felicidad. Todo esto, independiente de lo que representa la cruz a partir de Cristo, para el cristianismo y toda la cultura occidental. Es un símbolo de salvación, que apunta a la verdadera vida, que nos indica cómo la vida se hace plena. La señal de la cruz que hacen los cristianos, con la que se marcan la frente, con la que suelen bendecir, es un sello escatológico, un sello de salvación para el final de la historia, y un símbolo de propiedad, protección y bendición. Quien se persigna pertenece a Cristo, se consagra a Él y se une a él de una manera particular; podemos decir que se hace Cristo”.

La Cruz es la expresión del sufrimiento y la muerte de Jesús, últimas consecuencias de su plena humanización. Dios se entrega a nosotros en la persona de Jesús; desciende a nosotros, se inclina para lavarnos los pies, recibe nuestros pecados y los abraza con su amor. Los capítulos 13-17 y 18-21 del Evangelio de Juan expresan el sentido de esa entrega. Con la partida de Jesús no quedamos huérfanos, recibimos su Espíritu, y así nuestra comunión con él será hasta el fin del mundo (Juan 14, 19). Jesús nos dice así en quienes nos hemos convertido a compartir con él su cruz y su resurrección: hemos recibido la vida, una vida nueva. La palabra VIDA es clave para entender a cabalidad el mensaje del Evangelio de Juan; se trata de la vida verdadera, la vida en abundancia. Esta vida, cuya fuente es Jesús, está en nosotros. Al entrar en contacto con esa fuente interior, entro en contacto con la fuente de vida que hay en mí. Así, se nos invita a mirar la cruz como expresión de este misterio, recordando las palabras del Maestro: Ustedes están en mí, y yo en ustedes… Permanezcan en mi amor”.


Tenemos forma de cruz: Si alguien quiere venir conmigo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. ¿Qué significa negarse uno a sí mismo? No es dejar de ser yo mismo, sino superar el plano del ego, soltar el yo para llegar a mi esencia propiamente dicha, a mí mismo, a esa fuente vida de la que hablamos antes, donde Dios y yo somos uno. Cargar la cruz no supone tratar de hacerme yo mismo la vida más difícil, buscar todo el tiempo sacrificarme y renunciar, sino RECONCILIARME CON LA VIDA, con la vida que a menudo me exige, me duele y me crucifica sin que yo lo quiera. Cargar la cruz significa aceptarme con mis contradicciones, percatándome de lo bueno y lo malo que hay en mí, de la luz y la oscuridad, de la bondad y del odio, de la ternura y el sadismo, de mi parte masculina y mi parte femenina. Debo aceptarlo todo como parte de mí, animado por la invitación de Jesús. Es este, mi ser, con todas sus contradicciones, limitaciones y fallos, al que Jesús llama seguirle. Por eso, en esencia, podemos decir que tenemos forma de cruz, y estamos clavados a nuestro propio ser… la tentación está en querer descender de esa cruz o en buscar otra, a nuestro capricho y conveniencia. Pero si la aceptamos, descubriremos en nosotros mismos un centro que sostiene todo aquello que somos. La cruz nos hace amplios cuando la aceptamos (los brazos abiertos), nos abre a Dios y al prójimo”.


La cruz es un símbolo de humanización: nunca estuvo tan cerca Jesús de nosotros como cuando compartió en su humanidad nuestro abandono, nuestro sufrimiento y nuestra muerte. La cruz, en cuanto símbolo misionero, más que invitar al ser humano a volverse a Dios, le invita a mirarse a sí mismo, es su hondo misterio, pues es ahí donde Dios habita. “Conócete a ti mismo”, invitan los filósofos y los santos, como primer paso para llegar a lo Divino. Así, la cruz es el símbolo del humanismo occidental, de la imagen del ser humano en su misterio. La cruz es la figura de la auténtica humanidad, y muestra el camino de la verdadera humanización, que implica decir sí a las contradicciones que viven en nosotros. Como personas, pertenecemos tanto a la tierra como al Cielo, estamos entre la luz y la oscuridad, entre Dios y el prójimo, entre el hombre y la mujer, entre la altura y la profundidad, entre el bien y el mal. La persona es una cruz, cuyo tronco descansa en la tierra, porque ahí pertenecemos, pero apuntando al cielo, y abierta en busca de unidad. El cruce de la línea vertical con la horizontal simbolizan el centro de la persona. Si estamos firmes en ese centro, no somos desgarrados por las contradicciones, y no nos perdemos en la relación con los otros. Nuestra mirada parte siempre de ese centro, que no separa, sino que une y da sentido. Sólo alcanzamos nuestra integridad cuando reunimos las contradicciones en nosotros y las soportamos. La cruz pone orden en nuestra vida, y manifiesta nuestra salvación en cuanto aceptamos nuestra propia división, soportamos los conflictos sin resolver, abriéndonos para que entre Dios y ocupe el centro”.

(Notas tomadas a partir de la lectura de Anselm Grün).
Aunque están entrecomillados los textos, no son copias literales sino relecturas, a partir de mi propia comprensión de las ideas recogidas.

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