domingo, 15 de agosto de 2021

ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Hoy celebramos la solemnidad litúrgica de la Asunción de la Virgen María, una de las verdades de fe que la Iglesia atesora y proclama acerca de la madre de Jesús, nuestro Señor. En cada fiesta o memoria de María, a lo largo del año litúrgico, comenzamos recordando que Cristo es el centro de nuestra fe, somos cristianos, pero María, muy cercana a ese centro, ocupa un lugar muy importante también en la vida de la Iglesia

María es la madre del Señor, no sólo en sentido biológico, también en sentido espiritual, porque a través de su conformidad y asentimiento, su “”, permitió que el proyecto de Dios para la Humanidad, el definitivo, echara a andar, aceptando ser la madre del Salvador. Se convirtió así en colaboradora de Dios, lo que implicaba aceptar también, como dice Lucas, que una espada atravesara su corazón. Cuando decimos “” a Dios, ese sí incluye lo bueno y lo malo, los momentos de alegría y también los de inquietud, dudas, angustias y tristezas: lo aceptamos todo, y eso hizo María. Dijo: Aquí está la servidora del Señor, no sé cómo será ni cómo vendrá, pero acepto

El proyecto de Dios para cada uno de nosotros nos acerca, nos pone en comunión, con ese SÍ de María, porque también nosotros somos llamados a colaborar con el plan de Dios, como mujeres y hombres de fe: también nosotros estamos grávidos de Cristo y debemos darlo a luz para el mundo, allí donde el Señor nos ha sembrado. Cada día debemos darle ese Sí a Dios: Yo abrazo tu proyecto de amor para mí, para mi familia, para mi Iglesia, para mi gente, para esta humanidad de la que formo parte.

Estas son dos verdades fundamentales que la Iglesia guarda acerca de María: su maternidad y su virginidad. Virgen, porque desde lo más hondo de sí misma, María se entregó toda a Dios. En su pureza, no sólo física, sino también pureza de corazón; lo esencial de María, su ser, pertenecen a Dios. También nosotros compartimos algo de la virginidad de María, porque en todos nosotros hay un punto de pureza en lo más hondo, que nos conecta con Dios, con su esencia. Es una luz que habita en nosotros, que nos define y dignifica, a pesar de que, en lo exterior, en el hacer, en lo de cada día, no todo sea luz. Hablamos de “virginidad espiritual” que nos permite acoger el proyecto de Dios como novedad perenne en nuestras vidas.

María es la mujer creyente, la discípula, la que también aprendió a creer, para no ser solamente la madre biológica de Jesús, sino también la madre de los discípulos de Jesús, la madre de la comunidad de Jesús, madre de la Iglesia. El pasaje del Evangelio de Lucas, que hoy compartimos, nos presenta a María, luego de recibir el anuncio del ángel, saliendo de prisa para visitar y acompañar a su pariente Isabel, que también espera un hijo. Lucas pone frente a frente a dos figuras bíblicas importantes: Juan Bautista, el Precursor y el Salvador, y lo hace a través del encuentro de sus madres: María e Isabel; no está presente Zacarías, no está presente José, ninguno aparece en el relato. Isabel se alegra ante la presencia de María, y también se alegra Juan, que salta de gozo en su seno. “Dichosa tú, que has creído”, le dice Isabel a María. María evangelizadora, que sale a compartir con Isabel el gozo de la buena nueva que ha recibido, y ese anuncio se convierte en alegría para quien lo recibe.

María, en su condición de mujer, de madre, de creyente, de evangelizadora, de portadora de alegría, es figura de la Iglesia
, de la comunidad de fieles de su hijo, y así ha de ser nuestra iglesia: femenina, maternal, creyente, evangelizadora, portadora de alegría, como María. Esa figura de la mujer vestida de sol y adornada con doce estrellas, que aparece en Apocalipsis, que da a luz al niño y se refugia luego en el desierto, es la Iglesia y por eso nos vale también como representación de María. Para hablar de María usamos muchas imágenes bíblicas, y también la adornamos con muchos títulos, tomados de nuestra vida, nuestras tradiciones y nuestros anhelos, para significar nuestro amor y devoción a aquella que estuvo en las bodas de Caná y en la efusión del Espíritu en Pentecostés, señalando siempre a su hijo como la meta de nuestra vida espiritual. “Hagan lo que Él diga”. La misma a la que Jesús entregó al discípulo amado, y por tanto a su comunidad, desde la cruz: “Y desde aquel día el discípulo la recibió en su casa”. 
Esta es la casa de María, la comunidad de los bautizados y seguidores de Cristo

María no abunda en palabras en los Evangelios, la María histórica es sobria en sus expresiones, pero Lucas en su Evangelio pone en boca de María un himno precioso, el Magníficat, que habla del proyecto de Dios para nuestra humanidad: levantar a los pequeños y a los pobres, y hacer caer a los soberbios, y sobre todo presenta a Dios como grande y misericordioso, fuente de alegría y esperanza para su pueblo. Un Dios, usando palabras de Santa Teresa, que nunca se cansa de dar, que perdona una y otra vez nuestras infidelidades, para que se vea quiénes somos nosotros y quién es Él.

Pues también, a través de María, Dios nos quiere manifestar quién es Él: ella es la que Dios ha llenado de gracia y bendiciones, no para que se las guarde para sí, sino para que la reparta, como mensajera de su Hijo, a todo el pueblo de Dios. Hoy celebramos la Asunción de María; la otra verdad de fe es la Inmaculada Concepción, que celebramos en otro momento del año cristiano. ¿Qué expresa y celebra la solemnidad de hoy? Que María fue elevada en cuerpo y alma al Cielo, a Dios, luego de terminar su tránsito por esta vida terrena. La que nos precedió en la fe, nos precede también en el camino hacia la plenitud y el destino común de los hijos de Dios. La meta de nuestra vida es Dios, y María es la primera de nosotros, mostrando dos cosas importantes: que no somos, como alguien ha dicho, una melodía inconclusa, sabemos cuál es el final de nuestra historia: Dios, el amor, la plenitud. Y luego, que también nuestro cuerpo tiene un lugar en nuestra historia de salvación. No somos espíritus sin forma cuando vamos a Dios: vamos con un cuerpo, ahora espiritual, porque nuestra corporalidad también nos identifica y singulariza.

María, la mujer joven, la que creyó y dijo Sí, la que acompañó el camino de Jesús desde su corazón de madre, la que también ejerció su misión maternal con la comunidad creyente, no deja de ser Madre en la historia de la Iglesia, y en ella vemos, no a una diosa, sino a la humanidad redimida, peregrina, esperanzada, que sigue a Cristo, y cuya meta es Dios. Ella, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Altagracia, protectora del pueblo dominicanos, sigue recordándonos hoy: miren a Jesús y hagan lo que él les diga. Gracias, Madre, ruega por nosotros.

Fray Manuel de Jesús, ocd

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