CREO EN DIOS: Para nosotros, «Dios» es, sobre todo, la palabra peor usada de la historia. Dios no es un nombre propio y, hablando con precisión, tampoco es un nombre común… Es la manera de referirnos al Misterio infinito. Misterio insondable que nunca podrá ser «objeto» de mi conocimiento, puesto que conocerle sólo significa adentrarse más en Él como Misterio. La postura de rodillas, quería expresar esa renuncia a poseerlo ni siquiera con nuestro conocimiento: la convicción de que más le conoceremos cuanto más nos sintamos envueltos y conocidos por Él, Alteridad suprema y, al mismo tiempo, mi identidad más profunda.
Lo que digo al comenzar el Credo pronunciando la
palabra «Dios» como término de mi fe, es que ese Misterio insondable es un
misterio Acogedor. Y por eso puedo decir que confío en el Misterio que está
fuera del espacio y del tiempo y que es la Fuente de todo ser.
Alteridad acogedora: Ese término, «acogedor», con que designamos el
misterio de Dios brota de su manifestación a nosotros en la historia antes
enunciada: creación, encarnación y novedad de vida.
No
nace de una conquista de nuestra razón… nuestra razón puede, sí, asomarse a las fronteras,
tanto de sí misma, como de la realidad que ella percibe. En ese sentido hablaba
Eugenio Trías de «la razón fronteriza». Y la inteligencia humana podrá quizás,
con más o menos acierto, atisbar algunas cualidades de ese «más-allá» de
nuestra experiencia del ser.
La filosofía ha tratado de entender la realidad de
Dios, pero el Dios del que hablan los filósofos no se parece mucho al Dios de
nuestra fe.
Spinoza: desear que Dios nos quiera es desear que no sea Dios.
Aristóteles pensaba que Dios no puede
tener amigos, porque entonces sería imperfecto.
Religiosamente, podremos intuir al Misterio con los
dos célebres adjetivos de R. Otto:
«fascinosum et tremens» (fascinante y amenazador).
En el mensaje
cristiano esos dos adjetivos se nos sintetizan en este otro: acogedor.
Desde nuestra experiencia de limitación, la
razón tendería más bien a pensar que ese «Más-allá» es un Poder absoluto que
puede ser amenazador y al que, por eso, hay que intentar ganarse. Así
se ha orientado la humanidad muchas veces hacia el más allá, a lo largo de su
historia. Y un ejemplo típico de esta orientación es la extraña aparición de
los sacrificios humanos, los cuales
no brotan de ninguna maldad o brutalidad humana, sino de la necesidad de
ofrecer a «la divinidad» lo mejor de nosotros, que será la única cosa digna de
ella y capaz de congraciárnosla: se ofrecían precisamente los primogénitos.
La Biblia tiene el mérito de haber desterrado de la
religiosidad humana esa práctica aberrante. Y lo hace con delicadeza, dando por
supuesta la buena voluntad de quienes la ejecutaban y poniendo ese mismo error
nada menos que en Abrahán, padre de nuestra fe.
La misma Biblia no se libra de esa mentalidad insegura
que cree deber ofrecer a la divinidad lo mejor de nosotros para tenerla de
nuestra parte: y así proclama que ni los animales con defectos físicos pueden
ser ofrecidos, ni puede ofrecerlos el sacerdote con defectos.
Y el Primer Testamento sigue creyendo que Dios
necesita templos donde morar (y no que los templos son una necesidad puramente
nuestra). Aquí comienza a hacerse visible la observación que anotaba D.
Bonhoeffer en sus cartas de la cárcel: el
Dios que se revela (en Jesucristo) pone del revés todo lo que el hombre
religioso imaginaría o concibe de Dios. Porque Dios no quiere ni necesita
recibir ningún don ni ningún culto del ser humano; solo espera de él esa
entrega confiada... y la bondad que de ella debe brotar.
En
conclusión, nuestra
entrega confiada al Misterio Acogedor, nos introduce ya en el ámbito de la
iniciativa reveladora de Dios (en los tres pasos dichos de creación,
encarnación y vida nueva): es exactamente una respuesta a ella.
(monoteísmo: unicidad de Dios defendida en el Primer testamento; competencia con los dioses de los pueblos vecinos; dioses de la fertilidad o la fecundidad; la monarquía idolátrica).
(Hay una alegoría y una forma sencilla de oración que
nos lo pueden acercar. Intentemos rezar sintiéndonos como sumergidos en Dios,
anegándonos en Él, como en un océano inmenso que nos envuelve por todas partes.
Esa es nuestra realidad ante Dios: «en Él
vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). Ahora bien, cuando, hundidos en
el mar, respiramos, nos ahogamos porque el agua inunda nuestros pulmones.
Mientras que, si respiramos inmersos en ese mar de Dios, viviremos, porque Él es como
nuestro aire, porque su infinitud no solo nos envuelve, sino que
alienta en todo nuestro vivir. Algo de eso quiere decir lo del
Misterio-Acogedor. Y ahora es el momento de decir: «Confío en Dios».
Ignacio Glez-Faus
Confío...
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