"Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos" (Sabiduría 18, 14-15).
La Encarnación es como un acampar, como un poner la tienda en medio del campo, en el despoblado, a la intemperie, para hacer un alto en el camino. El Dios de la encarnación, cuyo misterio celebramos en estos días, lo mismo que el ser humano que se encarna profundamente en su historia, viven la vida en el sentido radical que esta tiene de trashumancia itinerante, de provisionalidad, de marcha. El hombre auténtico (incluyendo a la mujer, por supuesto, con este término) no vive instalado en el presente, sino que se sabe en camino hacia un porvenir, hacia un futuro.
La existencia nómada es la peculiar del hombre bíblico, pero su itinerancia no es un mero vagar sin rumbo, sin norte, sino un movimiento bien concreto, con sus objetivos y su localización bien determinados: es la salida de la esclavitud de Egipto, es la travesía a través del desierto para alcanzar la tierra prometida. Es la marcha de la libertad, el movimiento de la humanidad hacia la liberación definitiva y su plenitud.
En este caminar secular, que es nuestra historia más propia, Dios va con nosotros en Jesús, que también bajó de Egipto en su infancia, con sus padres, como un peregrino (como un migrante), y luego en su vida adulta, cuando bajo a esa "tierra de esclavitud" que es el sepulcro, salió de ella resucitado, liberado y pleno, para compartir su triunfo con nosotros.
Dios es el futuro absoluto, el porvenir que como punto omega nos imanta y dinamiza hacia Él. Pero al mismo tiempo es el Dios del camino, el peregrino itinerante, que comparte la marcha con nosotros, con todas las fatigas y esperanzas de cada jornada. Dios ha puesto su tienda junto a la nuestra en este campamento inmenso que es el mundo, y ese continuo acampar y descampar, caminar y buscar, que es la historia humana.
"La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.
Al mundo vino y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a su casa y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron,
les da poder para ser hijos de Dios,
si creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal, ni de amor humano,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y acampó entre nosotros".
(Prólogo del Evangelio de Juan).
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