"Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto, lo lo nuevo de lo viejo, y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres, y se pierde el vino y los odres. A vino nuevo, odres nuevos" (Marcos 2, 20-22).
La diferencia entre la religión, el vestido viejo, y la propuesta de Jesús, el paño nuevo, es tal que no permite componendas. Lo que Jesús aporta no es un "arreglo" para que todo siga igual en una religiosidad rutinaria y deteriorada, sino una propuesta nueva que trasciende toda religión. Jesús nos regala un "vino nuevo", que es imposible de contener en los "odres" ya conocidos.
Jesús, identificándose a sí mismo con la imagen del novio, sustituye la "mortificación" por la "alegría", y de una religiosidad de tonos sombríos nos invita a pasar a una fiesta de bodas, en la que además, el novio ya está dentro, en medio de nosotros.
Mientras que la religión organiza una práctica que pretende algún día alcanzar a Dios, Jesús proclama la buena noticia de que todo está ya alcanzado, todo es presente; se trata entonces de aprender a vivir en el aquí y el ahora, donde siempre está Dios.
A menudo la la novedad y el frescor de la propuesta de Jesús se sustituyen por la rutina, la reiteración cansina y estéril, y así se corre el riesgo de perder el vino nuevo. El vino es siempre el mismo, pero los odres son inevitablemente relativos y habrá que irlos reponiendo cada cierto tiempo. Cuando confundimos el odre con el vino, el recipiente con el contenido, corremos el riesgo de perder los dos. Así, absolutizamos lo relativo, y corremos el riesgo de perder lo valioso.
¿Cómo podemos rescatar y vivir la novedad y el frescor del Evangelio?
(Interpretación personal de un texto de Enrique Martínez Lozano)
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