En
su ministerio público, Jesús no nos da
una doctrina sobre Dios, sencillamente porque no es filósofo ni teólogo. Es
profeta, y en cuanto tal se le sitúa en la tradición de los profetas. Le
preocupa el cambio del hombre y de la sociedad para que reine la justicia o el
reinado de Dios. Así lo dice: Conviértanse y crean la Buena Noticia; está
cerca el Reino de Dios. El Dios
revelado por Jesús es el Dios del Reino: bueno, misericordioso, único, distinto,
cercano a los pobres y a los necesitados de justicia. Dios se manifiesta especialmente en la acción
de Jesús.
La
consecuencia es obvia: está cerca de Dios y de la conversión quien rompe un
pasado o un presente de injusticia y se vuelve a Dios o al reino de la
justicia. Lo importante no es definir las cualidades de Dios, sino mostrarlo
implicado en el proceso transformador del hombre y de la sociedad. A Dios se le
conoce, y se cree en Él, cuando el hombre se convierte, es decir, cuando se
compromete con la justicia del mismo modo en que se comprometió Jesús.
Convertirse
no es simplemente renunciar, hacer sacrificios o mortificaciones. No es tampoco
disponerse, mediante la confesión, a recibir la gracia sacramental. Ni tan
siquiera equivale a creer en Dios desde lo más privativo de la conciencia. La
conversión no se da exclusivamente en el interior del corazón, sino que se
enraíza, como la fe, la esperanza y la caridad, en la conciencia madura y
adulta.
Por
supuesto, nadie se convierte por imposición sino por invitación y, en
definitiva, por invitación del Espíritu de Jesús. Esta invitación exige una respuesta que se
traduce en el rechazo de los falsos ídolos esclavizadores, en el reconocimiento
de la finitud y responsabilidad con el mal, y en la aceptación del prójimo como
hermano desvalido.
(Comentario
del Misal de la Comunidad, al Tercer domingo ordinario)
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