Hasta hace apenas un siglo la increencia era un fenómeno casi excepcional en el marco de una sociedad que mayoritariamente creía en Dios o en Jesucristo. Pero el mundo ha cambiado, no quiero decir si para bien o para mal, pero el hecho es que hoy creer parece algo extraño, cuando no rechazable o incluso risible para muchos.
Fundamentalmente las razones de la increencia actual se basan en el rechazo de un Dios dueño y señor absoluto de los destinos humanos que impone soberanamente su voluntad e impide la libertad del ser humano, que queda reducido a un mero ejecutor de consignas o planes que le llegan desde el exterior. Estas razones, por otra parte nada nuevas, descansan en una imagen falsificada de Dios, indudablemente utilizada por algunos y promovida desde la misma comunidad eclesial. Sin embargo hoy, es importante hacer ver, a base de convicciones y testimonios, que Dios respeta profundamente la libertad y la creación, pues esto es condición indispensable para el comienzo de una verdadera conversión cristiana y un camino maduro de fe.
La recuperación de una imagen correcta de Dios comienza por el rescate de Jesús, un hombre enteramente libre frente a los poderes políticos y religiosos de su tiempo, y liberador histórico de pobres y oprimidos. Jesús actúa así por su fe en Dios, a quien anuncia y revela. Dicho de otro modo: Jesús es el rostro humano de Dios.
Jesús invoca a Dios como Padre y de este modo se reconoce Hijo, no esclavo, para manifestar que a Dios se le debe amor, no temor o miedo. Entre nosotros ha prevalecido la imagen de un Dios terrible, dominante y vengativo, no la del Dios de Jesús, revelado en las Evangelios, en el obrar y vivir del propio Jesús. Que importante es recuperar a Jesús, volver a ponerlo una y otra vez en el centro de nuestra fe, sin cosificarlo ni manipularlo, o alejarlo a un cielo distante para que otras mediaciones ocupen su lugar. Al recuperar el rostro liberador de Jesús estaremos también revisando en profundidad nuestras imágenes de Dios, llevados por el impulso transformador del Espíritu, en cada uno de nosotros y en toda la comunidad eclesial.
Hablamos de Dios con términos vinculados al poder, mientras que nos referimos a nosotros con imágenes de servidumbre; así están concebidas, lamentablemente, muchas oraciones litúrgicas recientes. Volvemos a perder unas formas más cercanas y comprensibles, fruto del Concilio Vaticano II, para rescatar el lenguaje formal, distante y jurídico de un tiempo que ya hace mucho quedó atrás.
Este domingo 12 del año litúrgico habla acerca de los combates de la fe, de las pruebas que hay que pasar cuando nos convertimos en testigos del Resucitado. Es Él quien nos dice: "No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma... No tengan miedo" (Mateo 10, 26.33). Pensando en todo lo anterior, descubro lo importante y vital que resulta para nuestra "salvación" ir más allá de esas imágenes y formas, fáciles y baratas, de concebir la religión, para encontrarnos cara a cara con un Señor y Maestro, que nos muestra el corazón inmenso de nuestro Padre del Cielo.
(A partir de ideas tomadas del Misal de la Comunidad).
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