Desde la Ascensión del Señor hasta Pentecostés, la Iglesia, imitando a los apóstoles, se prepara para celebrar la fiesta del Espíritu, que es el que nos permite recibir a Cristo, aprender de Él, ser Iglesia, y crecer en la fe.
El Espíritu Santo es la Vida de Dios en nosotros, es el abogado, el defensor, el consolador, el animador de nuestra misión evangelizadora. El Espíritu enciende una luz en nosotros, es como una llama que arde, y que calienta e ilumina. Es el Amor que irriga nuestro corazón, la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Si hablar de Dios es difícil, hablar de su Espíritu mucho más; por eso en la Escritura aparece descrito mediante imágenes: paloma, huracán, fuego, aliento... si confiamos en la fuerza del Espíritu, que como don de Dios, habita en nosotros, él podrá empujarnos siempre hacia adelante, hacia una vida cada vez más plena.
La fiesta de Pentecostés expresa un misterio grande, porque habla de la presencia divina en cada ser humano, en el creyente más conscientemente, y en nuestra comunión. El Espíritu crea un lenguaje nuevo, el del amor y el perdón; un lenguaje que mueve, une y entusiasma. El Espíritu apoya nuestras búsquedas, anhelos y proyectos, y sobre todas las cosas UNE, forma COMUNIDAD, construye la HUMANIDAD NUEVA.
En nuestras celebraciones de esta semana y sobre todo del domingo (que ya cierra el tiempo pascual) podemos ver los signos del agua y el fuego, de los cantos de alabanza y la imposición de manos, y todos ellos nos recuerdan que PENTECOSTÉS ES LA FIESTA DE LA VIDA, la fiesta del nacimiento de la Iglesia, la llamada a la plenitud del ser humano, creado a imagen de Dios. Y como es la fiesta de la vida, nunca podemos dejar de celebrarla.
Digamos entonces, una vez más: "Ven, Espíritu Santo", y que sigamos celebrando cada día al Dios de la Vida en los detalles cotidianos, en la familia, en el estudio y el trabajo, en nuestras celebraciones, y por qué no, también en las pruebas, pérdidas y sufrimientos. En todo se manifiesta la presencia y fuerza del Espíritu que recibimos del Padre y de Jesús, en todo se manifiesta la Vida Nueva que recibimos.
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Nos faltaría recordar dos dimensiones de la acción del Espíritu: que procura un lenguaje nuevo, un nuevo modo de hablar y comunicar una experiencia, y luego, una nueva comunidad, un modo nuevo de vivir unidos (ambas cosas, en contraste simbólico con la experiencia de Babel, en el AT). Cuando las personas no se entienden, no pueden trabajar juntas; pero, si se entienden, pueden lograr muchas cosas. Cuando se pierde el lenguaje común, las comunidades se destruyen. Pentecostés viene a ser como una respuesta de Dios a la mezcla de lenguas de Babel; Dios desea que todas las personas vuelvan a hablar un mismo idioma y por tanto sean capaces de crear algo nuevo y duradero.
La Iglesia también necesita de ese lenguaje nuevo para ser entendida en su predicación del Evangelio: hablar de forma compasiva, de forma familiar y cercana, de forma alegre y entusiasta. El lenguaje del Espíritu sana y libera.
Siempre que nos reunimos en el nombre de Jesús se renueva y actualiza el milagro de Pentecostés. Comunión de amor, oración unánime, proyecto común. El Espíritu mueve la comunidad, la desinstala, la desacomoda, la abre, la sacude, la agita… para que no se duerma, ni olvide cuál es su propósito. El Espíritu Santo es el que construye la Iglesia, haciendo que personas tan diversas, tengan “un solo corazón y una sola alma”...
En nuestra realidad habitual, percibimos que hace falta que el Espíritu renueve y transforme, nuestras vidas y comunidades, porque falta amor, libertad interior, fuerza orante, impulso evangelizador….
Digamos entonces, una vez más: "Ven, Espíritu Santo", y que sigamos celebrando cada día al Dios de la Vida en los detalles cotidianos, en la familia, en el estudio y el trabajo, en nuestras celebraciones, y por qué no, también en las pruebas, pérdidas y sufrimientos. En todo se manifiesta la presencia y fuerza del Espíritu que recibimos del Padre y de Jesús, en todo se manifiesta la Vida Nueva que recibimos.
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