En muchos templos de nuestro país, al entrar, uno no ve el sagrario. A veces está en una capilla cerrada, a un lado, o incluso en una habitación aparte. Algunos fieles van allí a orar mientras se celebra la misa. Otros se preguntan si el Señor está “presente” si no lo ven. Esta práctica, que se ha vuelto común en varias parroquias, merece una mirada serena y pastoral. No se trata de juzgar, sino de preguntarnos: ¿Qué mensaje transmite esta disposición? ¿Qué dice sobre nuestra comprensión de la Eucaristía?
Una práctica que inquieta
La intención de ubicar el sagrario en una capilla aparte suele ser buena: favorecer la adoración en silencio, evitar distracciones durante la misa, ofrecer un espacio íntimo para la oración personal. Sin embargo, en la práctica, esta separación puede generar confusión. Cuando el sagrario queda oculto o desplazado, cuando se convierte en un lugar de refugio paralelo a la celebración, se corre el riesgo de fragmentar el Misterio Pascual.
He visto con preocupación cómo, en algunas comunidades, la adoración al Santísimo se vive como algo separado —y a veces más importante— que la misa misma. Como si la “presencia real” estuviera solo en el sagrario, y no también en la Palabra proclamada, en el altar compartido, en el pueblo reunido en su nombre.
La Eucaristía: comunión celebrada
La Iglesia enseña que la misa es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). En ella, Cristo se hace presente de múltiples maneras: en la asamblea, en la Palabra, en el ministro, y de modo particular en el pan y el vino consagrados. El sagrario conserva ese don para la comunión de los enfermos y la adoración, pero no puede sustituir ni competir con la celebración misma.
Separar físicamente el sagrario del altar puede ser legítimo, pero nunca debe romper la unidad del Misterio. El altar y el sagrario son signos complementarios: uno es mesa de entrega y comunión; el otro, memoria viva de esa entrega. Cuando separamos su significado, corremos el riesgo de reducir la misa a un rito vacío o de absolutizar la adoración como experiencia individual.
Recuperar la centralidad del pueblo celebrante
Quizás esta sea una oportunidad para revisar nuestras prácticas y espacios litúrgicos. ¿Favorecen la participación plena, consciente y activa del pueblo? ¿Ayudan a vivir la Eucaristía como comunión, no como devoción aislada? ¿Invitan a reconocer a Cristo en la comunidad reunida, no solo en el sagrario?
Recuperar la voz del pueblo celebrante implica también recuperar su mirada: que el centro no sea un lugar oculto, sino el altar donde Cristo se entrega y nos reúne. Que la adoración no nos aparte de la asamblea, sino que brote de ella y nos devuelva a ella con más amor.

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