miércoles, 3 de octubre de 2018

LAS EMOCIONES: SON BUENAS O MALAS?


Posiblemente una parte de nosotros admitirá que las emociones no son meritorias ni pecaminosas, y que el sentirse frustrado, enfadado, tener miedo o encolerizarse no hacen que una persona sea buena o mala. Sin embargo, otra parte de nosotros, e incluso los que hemos admitido en teoría lo anterior,  en la práctica cotidiana solemos censurar nuestras emociones, y nos sentimos culpables además por ellas.  

Nuestra conciencia censora no acepta determinadas emociones y las reprime, empujándolas al subconsciente, y aseguran los expertos en medicina psicosomática que la causa más frecuente de cansancio, e incluso de muchas enfermedades, es la represión de las emociones. Lo cierto es que hay muchas emociones que nos resistimos a  reconocer y aceptar, las tememos o nos avergonzamos de ellas, y todo esto tiene una influencia negativa en nuestro modo de vivir nuestra condición de creyentes, es decir, en nuestra vida espiritual.

Es importante, por tanto, convencernos, en primer lugar, de que las emociones no son una realidad moral, sino simplemente fáctica. Es decir, mis iras, mis miedos, mis envidias, mis deseos sexuales, mis temores, etc, no me hacen una mejor o peor persona. Eso sí, esas reacciones emocionales han de ser integradas mental y afectivamente, pero antes de eso, antes de integrarlas y decidir si deseo o no seguirlas, debo permitirles manifestarse y escuchar atentamente lo que me están diciendo. Y debo ser capaz de decir, de aceptar, sin el más mínimo sentido de represión moral, que estoy enfadado, airado, e incluso sexualmente excitado.

Para poder hacer esto, debo antes estar convencido de que las emociones no entran en el terreno de la moral, no son ni buenas ni malas en sí mismas. Y también debo estar convencido de que la experiencia de toda la amplia gama de emociones forma parte de la condición humana y es patrimonio de todo ser humano.

 Ahora, pasamos a un segundo momento: el reconocer y aceptar  plenamente nuestras emociones no implica en modo alguno que debamos siempre obrar de acuerdo con ellas. Cuando una persona permite que sus sentimientos o emociones controlen su vida manifiesta, por supuesto, inmadurez; una cosa es sentir y reconocer ante uno mismo y ante los demás que uno tiene miedo, y otra cosa sería permitir que ese miedo le venza a uno. Una cosa es que yo sienta y reconozca que estoy enfadado, y otra cosa es que le aplaste a alguien la nariz de un golpe.

En las personas integradas las emociones ni están reprimidas ni ejercen el control. Sencillamente son reconocidas (es decir, sé lo que siento) e integradas (¿Deseo obrar de acuerdo con este sentimiento o emoción, o no?).

 A pesar de lo dicho anteriormente, no hay que pensar que las pautas emocionales son puramente biológicas o inevitables. Yo puedo cambiar, y cambiaré, mis pautas emocionales (es decir, pasaré de una emoción a otra), si honradamente he dejado aflorar mis emociones, y tras haberlas explicitado sinceramente, las considero inmaduras o indeseables.  La dinámica es esta: permitimos que nuestras emociones afloren para que puedan ser identificadas; observamos las pautas de nuestras reacciones emocionales, las explicitamos y las juzgamos. Una vez hecho todo esto, de un modo instintivo e inmediato hacemos las modificaciones necesarias a la luz de nuestros propios ideales y expectativas de crecimiento. Es decir, cambiamos. Cualquiera puede intentarlo y comprobarlo por sí mismo.

 (Lo anterior está tomado, en su esencia, de JOHN POWELL (Las estaciones del corazón, Sal Terrae, 1999)

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