El ser humano, lo han dicho muchos, y de diversas maneras, es un ser social, es decir, que no se entiende a sì mismo si no es en relaciòn con otros; y su historia es la de su convivencia, la de los grandes esfuerzos y tropiezos para construir, pueblos y naciones, modos de convivir unos con otros en armonìa y paz.
Pero es evidente que en ese proceso la humanidad ha sido torpe para vislumbrar el proyecto de Dios para sus hijos, reconocièndole a El como Padre y al pròjimo como hermanos, y a nosotros mismos, en activa relaciòn con ambos, para descubrir nuestro lugar en la creaciòn. De ahì que podamos decir que andamos como ciegos, que nuestra naturaleza està dañada para ver con claridad la obra de amor a la que somos convocados.
Nos cuesta mucho reconocer nuestra ceguera. Creemos que vemos, y nuestras turbias miradas traen como consecuencias el odio, la violencia, la guerra, la persecusiòn del diferente, las ideologìas. Decimos que vemos, pero tan solo son bultos, y tropezamos una y otra vez con las mismas piedras. Podemods decir que, como humanidad, hemos alimentado un cùmulo de valores, criterios, actitudes y estructuras construidas por ciegos, al servicio de nuestra propia oscuridad, en las que nos sentimos muy a gusto aparentemente.
Lo peor de todo es que nos creemos videntes siendo ciegos; nos cuesta abrir los ojos de verdad y mirar cara a cara nuestra realidad, y nos regodeamos en nuestra falta de luz, como si todo lo que nos rodea nos resultara satisfactorio y caminamos entre sombras, en medio de alegrìas superficiales, con rumbo incierto, y expuestos a equivocarnos ante cada encrucijada.
El mensaje de Jesùs, cuando habla de salvaciòn, tiene en cuenta nuestra condiciòn social; no es una salvaciòn privada, individual, sino que es una llamada a la gran comuniòn de amor en la que cabemos todos. Para ser partìcipes de ella necesitamos curar nuestra ceguera. Necesitamos una mirada nueva, una nueva visiòn, un abrir los ojos de verdad para vernos y verlo todo penetrado por la luz de Cristo, en quien Dios nos ha ofrecido la salvación. Cristo es la nueva luz que ilumina toda la oscuridad de nuestro mundo y disipa nuestra ceguera. La conversión empieza por reconocernos ciegos, y dejar que el colirio de la fe limpie nuestros ojos cansados y dormidos.
Necesitamos unir nuestro ojos, y nuestras miradas, a los ojos y la mirada de Dios, para participar de su bondad, su comprensiòn, su perdòn, su paciencia, su esperanza. A ello nos convoca este Cuarto Domingo de Cuaresma, sobre todo en el Ciclo A, cuando presenta a Jesùs encontrando en el camino a un ciego de nacimiento, y ponièndole barro en los ojos le devuelve la vista.
Pero tambièn en el Ciclo B leemos un pasaje de Juan (3, 14-21), con palabras de Jesùs que hablan tambièn de luz y tinieblas, y luego en el Ciclo C la concreciòn de todo este mensaje en la hermosìsima paràbola de San Lucas (15, 1-3.11-32), en la que aparece un padre bondadoso que ama y llama por igual a sus dos hijos descarriados (ciegos de egoìsmo), invitàndoles a encontrar un hogar comùn. Los dos hijos son incapaces de ver la verdad de vivir juntos, cada uno en su camino, pero en comuniòn.
En la muerte y resurrecciòn de Cristo Dios estaba reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y les ha preparado una mesa sacramental para que se dispongan en la construcciòn de una humanidad nueva, iluminada, vacìa de tinieblas. Necesitamos que nuestro mundo sea un verdadero hogar en el que todos caben, y para ello precisamos descubrir al Padre amoroso que acoge a todos, y prepara para todos una mesa llena de manjares suculentos.
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