viernes, 1 de marzo de 2019

NO HAY FE SI NO SE HACE VIDA (Domingo VIII, ciclo C).


A partir del Evangelio puede afirmarse que cristiano es no solo el que cree en la esperanza del Reino, sino sobre todo quien practica, obra o hace suya la causa de Jesús; no es cristiano quien dice y no hace.  Este es, más bien el fariseo, el enemigo principal de Jesús. 

La fe, como adhesión total a la persona de Jesús, entraña confianza, obediencia, conocimiento y reconocimiento del Salvador. Las obras no son una mera consecuencia y manifestación de la fe, sino verificación de la misma; algo que hace verdadera a la misma fe. No hay fe si no se hace vida, acción, compromiso vital. 

 El ser humano existe para transformar el mundo y tiene obligación de rehacerlo constantemente. La fe, por tanto, no es algo sobreañadido sino una dimensión intrínseca de transformación y de liberación.  Lo que especifica al cristiano no es una doctrina o una ortodoxia sino una praxis que solo es vivida por quien practica activamente el amor de Jesús, y es real en la medida en que ese amor cambia las relaciones sociales y transforma la persona. 

"Concédenos tu ayuda, Señor, para que el mundo progrese, según tu plan de salvación, y gocen todas las naciones de una paz y una justicia estables, y que tu Iglesia coopere activamente en ello y se alegre de poder servirte donde la has puesto, con una entrega alegre y confiada".

Lecturas para este octavo domingo del Tiempo Ordinario:

Eclesiástico 27, 4-7: El ser humano se prueba en su modo de vivir, en el modo en que responde a las pruebas de la vida, en los frutos y en el amor que reparte.

Salmo 91 (Es bueno darte gracias, Señor). 

1Corintios 15, 54-58: Trabajar incansablemente por Reino es dejar al final del camino un mundo mejor.

Lucas 6, 39-45: Lo primero es mirarnos a nosotros mismos con valor para reconocer nuestra verdad, y desde allí contribuir a la transformación de la realidad. 

 En el banquete eucarístico nosotros acogemos a Cristo y al hermano mediante el gesto de la verdadera fraternidad y comunión. Así alcanzamos la fuerza necesaria para fructificar en el amor auténtico y potenciamos la bondad que atesora nuestro corazón. Así nuestra boca se llena de palabras de alabanza, y nuestra vida cotidiana habla de Jesús y su proyecto, y es el sal y levadura en nuestro mundo 

(Notas tomadas y recreadas, del Misal de la Comunidad)

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