La fiesta es una palabra mágica que siempre conmueve el corazón humano. Es un deseo profundo que aún no se ha desvalorizado. Tanto en las religiones antiguas como en el desacralizado mundo moderno, el hombre necesita y busca espacios de tiempo despejados para celebrar la fiesta. El deseo de participar en ella surge porque quiere liberarse de la caducidad de todo lo que le rodea y empalmar con un tiempo, pasado o futuro, que sea salvador.
La fiesta pretende la liquidación de un mundo viejo y amenazador. Los ritos de la expulsión del pecado y de purificación persiguen ese fin. Por ello en la fiesta humana aparecen los elementos de quemar imágenes del año transcurrido, destruir cosas, desgastar las formass viejas, derrochar todo lo acumulado.
Pero la fiesta busca también una renovación, alcanzar el nuevo ser del hombre, penetrar en ese círculo en el que sea posible conectar con toda energía vital. De esa manera, se consigue destruir la amenaza del mundo viejo y alcanzar las fuerzas vitales de lo nuevo.
La fe cristiana no prescinde de la fiesta, pero la encaja en la historia y la salva de la alienación. La fiesta está en el corazón del hombre. La superación del hombre viejo, abocado a la muerte, no se consigue con destruir freneticamente cosas exteriores, sino mediante la conversión del corazón. El edificio del mundo nuevo, de la creatura regenerada, es el resultado de aceptar el principio vital de una levadura nueva que hará fermentar toda la masa.
La Iglesia celebra la fiesta de la Resurrección de su Señor, no mediante ritos externos, sino mediante la novedad de vida de sus miembros.
(Tomado de MISAL DE LA COMUNIDAD)
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