No tiene el ser humano nada más importante que la vida; la vida es lo más radicalmente serio que tenemos. La amamos apasionadamente, la buscamos sin pausa, como si continuamente se nos escapara, y de hecho cada minuto de vida vivido es un minuto de vida menos que tenemos. Por eso, por la certeza de que morimos al mismo tiempo que vivimos, queremos vivir a todo motor, freneticamente. Por la vida se es capaz de dar todo, hasta la propia vida. La vida es el valor más importante que tenemos y a la vez nuestro mayor problema; y es que siempre nos amenaza el temor de perderla; la muerte física, o la destrución violenta de la vida nos preocupa y nos angustia.
Pero hay también otra muerte que nos ronda y amenaza igual, sin dejarnos en paz: la ausencia del sentido de la vida. ¿Para qué vivimos? ¿Merece la pena vivir la vida? Esto que tenemos, ¿es un castigo o una oportunidad? ¿Somos algo más que un absurdo, una pasión inútil o un sinsentido?
Y a pesar de las dudas, queremos seguir viviendo. De las raíces mismas del ser humano surge un valor que nos empuja a desear la vida, a amarla, a cuidarla, a aceptarla. Nuestra vida es tan importante que el núcleo de la revelación cristiana es el anuncio de la salvación, como vida ofrecida al hombre. Pero Dios no nos ofrece otra vida, distinta de la nuestra, sino que nos garantiza la salvación de nuestra propia vida.
El creyente sabe que la vida humana no acaba con la muerte, que nuestra vida no se estrella contra el muro de la nada y el absurdo. Confiamos en que Dios recogerá en sus manos la vida del hombre y tenemos la esperanza de que la plenificará.
En el Ciclo A leemos este domingo el pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro, y en el Ciclo C, el de este año, el Evangelio que narra el encuentro de Jesús con la mujer pecadora a la que la multitud quiere apedrear. Tanto a Lázaro como a esta mujer Jesús les devuelve la vida, una vida mejor. Les saca a ambos de un sepulcro, de lo oscuro, para llevarlos a la luz.
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