La familia es una realidad cardinal en nuestra vida, y a la vez una paradoja, como tantas otras realidades que pertenecen al ámbito de lo humano. Junto a la familia nos encontramos hoy su impugnación y contestación; la sociedad se abre a nuevas formas familiares, desafiando así lo que la Iglesia propone como voluntad de Dios, y lo que entendemos como tradición. Cristo asume y acepta la realidad familiar de su tiempo, la que le tocó vivir, y experimento la cercanía de sus padres y parientes, pero al mismo tiempo la pone en cuestión muy radicalmente, como constatamos en los Evangelios, en los que el valor supremo es siempre el Reino de Dios, incluso por encima de los lazos familiares.
En los medios católicos tradicionales, y en otros medios, ha habido como una absolutización de la familia, una especie de idolización. La familia lo era todo, y en aras de la familia había que sacrificarlo todo: Jesús da un rotundo NO a esta concepción. La desmitificación que hace Jesús de un exagerado aprecio de la familia se extiende a todos los aspectos de la cuestión, a la vocación social, la vocación política, la vocación personal..., que nunca pueden ser absorbidas por el grupo familiar cerrado.
La evolución actual nos hace comprender mejor esta puesta en cuestión del absolutismo familiar. Los jóvenes reciben fuera de la familia tanto como dentro de ella. Reciben de fuera cada vez más las ideas, la cultura, la enseñanza, la amistad, incluso el dinero, el alimento, el techo, pues muchos trabajan, ganan y viven fuera del ámbito familiar gran parte de su tiempo. El grupo familiar queda en cierto modo homologado con los otros grupos humanos.
Ahora bien, la familia, aunque relativizada, mantiene todo su valor singular, insustituible. Diversos hechos contemporáneos lo confirman. La experiencia de los países donde se ha llevado al máximo la socialización, y los estudios acerca del desarrollo psicoemocional del individuo, confirman la decisiva trascendencia que para toda la vida tiene el ámbito familiar y las relaciones paterno filiales.
En el caso concreto de los creyentes, la celebración de la Eucaristía tiene como finalidad ir creando la comunidad cristiana como una familia, en cuyo seno se ofrezca ya lo que debería ser toda la humanidad, o sea, una gran familia, una sociedad fraterna donde el auténtico amor allane cualquier obstáculo que aparezca en el camino, y supere cualquier intento de crear grupos cerrados, que se sientan por encima o al margen de la comunidad humana.
El cristiano no se gloría, sino de una sola aristocracia: la de ser hijo de Dios; y esta condición es sumamente democrática, ya que la condición de hijo de Dios es gratuitamente ofrecida a todo ser humano. Juntos debemos trabajar para que se derriben los muros que dividen a la humanidad: para que todos reconozcamos a Dios como Padre y nos reconozcamos hermanos unos de otros, ayudando a construir la gran familia que Dios quiere.
(Ideas tomadas del Misal de la Comunidad)
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