viernes, 31 de octubre de 2025

SANTIDAD COMPARTIDA: CELEBRAR, SERVIR Y UNIR

La santidad no es un ideal lejano ni un privilegio reservado. Es una vocación que se encarna en lo cotidiano, en lo comunitario, en lo celebrativo. Esta serie de reflexiones nace del deseo de mirar la santidad no como cima individual, sino como camino compartido: un proceso que se vive en comunidad, se celebra en la liturgia y se acompaña desde el ministerio.

A lo largo de estas entradas, propongo contemplar la santidad desde cuatro ángulos que se entrelazan:

1. La santidad que me interpela: una reflexión personal sobre cómo la vida de los santos —canonizados o no— nos llama a vivir con autenticidad, entrega y esperanza.

2. El pueblo celebrante: cómo la liturgia puede ser espacio donde la santidad del pueblo se hace visible, audible y fecunda.

3. El ministerio ordenado como mediación humilde: una mirada al servicio pastoral como puente, no como centro, al servicio de la comunión.

4. La liturgia como lugar de comunión, no de ideología: una invitación a recuperar el sentido profundo de la celebración como espacio de unidad, memoria y esperanza.

Esta serie está pensada para alimentar la reflexión, pero también para inspirar gestos concretos, decisiones pastorales y caminos de formación. Que cada palabra sea semilla de comunión.


TEMA #1

La santidad que me interpela

Reflexión para la fiesta de Todos los Santos

Siempre me ha conmovido esta fiesta. No por los grandes nombres, sino por lo que revela: que la santidad es posible, que está cerca, que se parece a la vida que muchos viven con fe, con entrega, con dolor y con esperanza.

La santidad me interpela. No como exigencia, sino como invitación. Me habla de un modo de estar en el mundo: con los ojos abiertos, el corazón disponible, los pies en la tierra y la mirada en Dios. Me recuerda que no se trata de perfección, sino de comunión. No de méritos, sino de amor.

Me interpela la santidad de los que no se rinden. De los que perdonan sin que nadie se lo pida. De los que rezan por los demás sin que nadie lo sepa. De los que siguen amando, aunque les falte fuerza. De los que no se creen santos, pero viven como tales.

Me interpela la santidad que no se exhibe, que no se impone, que no se cree perfecta. La santidad que se parece a Jesús: humilde, compasiva, firme, libre. La santidad que se deja tocar por el dolor del otro, que se indigna ante la injusticia, que se alegra con lo pequeño.

Hoy, al celebrar a Todos los Santos, quiero mirar a mi alrededor y reconocerlos. Quiero nombrar a los santos de mi comunidad, de mi historia, de mi familia. Quiero agradecer su testimonio, su ternura, su lucha. Y quiero mirar hacia dentro y preguntarme:

¿Qué parte de mí está llamada a ser santa?
 ¿Qué parte de mí necesita abrirse más al amor, a la entrega, a la comunión?

La santidad no es un estado, es un camino. Un proceso que se vive en comunidad, en lo cotidiano, en lo frágil. Es dejarse transformar por el Espíritu, paso a paso, día a día. Es aprender a amar como Jesús, sin medida, sin miedo, sin condiciones.

Y en este camino, no estoy solo. Me acompaña una “multitud inmensa”, como dice el Apocalipsis. Me acompañan los santos canonizados, sí, pero también los que nunca escribieron libros ni fundaron congregaciones. Me acompañan los que vivieron la fe en lo escondido, los que murieron sin reconocimiento, los que siguen amando desde el cielo.

Por eso, esta fiesta no es sólo para admirar. Es para decidir. Para decirle a Dios: “Aquí estoy. Quiero caminar contigo. Quiero vivir como tus santos. Quiero ser parte de esa comunión que transforma el mundo.”

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