Todos los seres humanos tenemos profundos temores e infinitos anhelos, y así durante milenios los temores nos han hecho pensar en un Dios distante y airado, mientras que los anhelos nos han hecho pensar en un Dios cercano y amoroso. Nunca estaremos libres de imponer al Dios de nuestra fe esos temores y esos anhelos, y en consecuencia siempre tenemos el problema de conjugar en Dios las ideas de justicia y misericordia, encontrando un sano equilibrio entre ambas. Tenemos esas ideas encontradas en nosotros y también las proyectamos en nuestras discusiones sobre Dios. Si revisamos el Antiguo Testamento, o evocamos algunos de sus pasajes, veremos que ambas imágenes, la de un Dios airado y la de un Dios amoroso, se superponen una y otra vez de manera contradictoria.
En los siglos pasados la Iglesia Católica proyectaba de manera excesiva al dios airado. Se imponía a la gente la contradicción de amar a un dios que era casi imposible de amar, bajo la amenaza de la condenación eterna. Millones de personas se vieron afectadas por esas ideas, y el efecto que produjo en sus vidas. Muchas de las páginas oscuras de la Iglesia proceden de la creencia en ese dios airado, violento, celoso.
En las décadas más recientes hubo una reacción fuerte de rechazo a esa imagen de Dios; reacción positiva en la medida en que ha rechazado la falsa idea de un dios celoso, enormemente interesado por el poder y la majestad, y fácilmente propenso a sentirse ofendido. También ha sido positivo el rechazo de la idea de la vida como un campo minado de pecados mortales que pueden explotarnos en cualquier momento.
Sin embargo, como suele suceder siempre con las reacciones ante un hecho determinado, se ha acabado tendiendo hacia el extremo contrario, y hemos terminado creando la idea de un dios blando, indulgente, tan “amoroso” que no pide ni exige nada, y no estimula nada. De este modo las personas acabarán actuando como un hijo malcriado al que sus padres no han sabido educar, no madurarán, no crecerán. Puede llegarse incluso por este camino a negar la existencia del bien y del mal, de la responsabilidad personal o de ciertas normas de conducta.
Las ideas sanas acerca de Dios deben situarse en medio de estos dos extremos, y podemos tomar como modelo el modo de actuar de los mejores padres y maestros. Ellos aman a los niños con un amor inteligente que sabe cuándo premiar y cuándo exigir un esfuerzo mayor; su interés primordial es ayudar al niño a crecer, a madurar, a desarrollar sus capacidades. Aquí es importante la obediencia, pero no como un fin en sí misma, sino como medio que ayuda al crecimiento y desarrollo del individuo. Cada momento de la vida exige determinados desafíos, y superándolos es como crecemos.
Así, en nuestra relación con Dios, la obediencia también tiene un lugar, pero como un medio para alcanzar un fin, y la gloria de Dios no ha de situarse en nuestra obediencia sino en nuestro crecimiento. Bajo un dios airado no podremos crecer, como tampoco lo hacemos bajo un dios indulgente y blando. Únicamente tendremos la libertad necesaria para crecer bajo un dios que nos ame, y por ello estimule nuestro crecimiento y desarrollo, y lo impulse de muchas maneras diferentes, sin ningún miedo de su parte.
Esta es la idea de Dios que Jesús nos presentó sistemáticamente en los Evangelios. Que Dios ejerce su poder sobre nosotros, no mediante el control y la exigencia de obediencia, sino mediante el amor constante y el impulso amoroso, buscando siempre nuestro crecimiento y nuestra colaboración con el mismo. Así también debería ser el actuar de las autoridades en la Iglesia. Pero claro, no es fácil liberarse de los temores profundos, y por tanto el dios airado tiene profundas raíces en nosotros; por eso es importante alimentar constantemente la experiencia del Dios amor.
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