Nosotros somos hijos de razón, y queremos explicarlo todo, también a Dios. Por eso a menudo nos complicamos con racionalizaciones acerca de su ser y de su obrar, y al final terminamos más confundidos que antes, y sobre todo más distantes de una experiencia real de lo divino. No niego que a Dios podamos acceder de algún modo a través de la razón, del conocimiento, y de hecho siempre digo que este es necesario para que la religión no se vuelva fanática o violenta. Pero es en el amor donde mejor podemos entender el misterio de Dios, y entenderlo con el corazón. Y es el amor el que puede explicar, sin explicar, ese misterio. Un amor que une, que sana, que salva, que resucita. Amor que es vida, y vida verdadera, plena, compartida. Ahí es donde puedo abrazar la realidad de la muerte, del final de la vida que nos es dada y que perdemos luego día a día. La vida hermosa que a menudo se nos arrebata; la nuestra para dolor de otros, y la de otros, muy queridos, para dolor nuestro. La fe nos dice que el amor venció a la muerte, que la muerte no tiene la última palabra, que hay una puerta, estrecha sí, pero abierta siempre, para regresar al mismo sitio de donde vinimos. Regresar al amor, donde nada se pierde, donde nada es inútil, donde todo encuentra sentido.
Hoy quiero ponerlo todo en manos del amor que es Dios, y de Dios que es amor. Creo que en Él, lo que parece pérdida, se vuelve ganancia; lo que parece oscuridad, se vuelve luz; lo que parece dolor, se vuelve vida.
Y eso que llamamos muerte, no es sino el descanso para empezar de verdad la carrera interminable de una vida nueva, que solo puede ser entendida desde un amor abundante, pleno, y por supuesto, siempre compartido.
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