Desde la Ascensión del Señor hasta Pentecostés, la Iglesia, imitando a los apóstoles, se prepara para celebrar la fiesta del Espíritu, que es el que nos permite recibir a Cristo, aprender de Él, ser Iglesia, y crecer en la fe.
El Espíritu Santo es la Vida de Dios en nosotros, es el abogado, el defensor, el consolador, el animador de nuestra misión evangelizadora. El Espíritu enciende una luz en nosotros, es como una llama que arde, y que calienta e ilumina. Es el Amor que irriga nuestro corazón, la fuente de agua vida que salta hasta la vida eterna. Hablar de Dios es difícil, y hablar de su Espíritu mucho más; por eso en la Escritura aparece mediante imágenes: paloma, huracán, fuego, aliento...
La fiesta de Pentecostés expresa un misterio grande, porque habla de la presencia divina en cada ser humano, en el creyente más conscientemente, y en nuestra comunión. El Espíritu crea un lenguaje nuevo, el del amor y el perdón; un lenguaje que mueve, une y entusiasma. El Espíritu apoya nuestras búsquedas, anhelos y proyectos, y sobre todas las cosas UNE, forma COMUNIDAD, construye la HUMANIDAD NUEVA.
En nuestras celebraciones de esta semana y sobre todo del domingo (que ya cierra el tiempo pascual) podemos ver los signos del agua y el fuego, de los cantos de alabanza y la imposición de manos, y todos ellos nos recuerdan que PENTECOSTES ES LA FIESTA DE LA VIDA, la fiesta del nacimiento de la Iglesia, la llamada a la plenitud del ser humano, creado a imagen de Dios.
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