lunes, 17 de junio de 2019

HAZ LO QUE PUEDAS...

 Algunos libros que leemos en momentos importantes de nuestra vida resultan ser inolvidables, y en  mi caso uno de esos libros es JUAN CRISTOBAL, de Romain Rolland. Hoy amanecí recordando particularmente un pasaje de ese libro, lo busqué y aquí lo comparto. El protagonista, Juan Cristobal, está viviendo un momento complejo, el paso de la adolescencia a la juventud, marcado por la perdida de su padre (Melchor), un hombre bueno pero debil, a quien mataron sus vicios, y también por sus primeras experiencias dolorosas de amistad y amor. En ese contexto transcurre este encuentro con el hermano de su madre, ya mayor, que cierra una etapa de su vida...

Un día que salía de una taberna, en las afueras de la ciudad, vio en la carretera a algunos pasos de sí, la sombra paliducha de su tío Gottfried que llevaba a cuestas su carga de buhonero. Hacía algunos meses que el pobre hombre no había vuelto a la ciudad y sus ausencias se iban hacien do cada vez más largas. Cristóbal le llamó, muy gozoso. Gottfried, encorvado bajo el peso de su carga, se volvió, miró a Cristóbal, que se entregaba a una mímica extravagante y se sentó en un marmolillo para esperarle. Cristóbal con el rostro muy animado, se acercó dando zapatetas y sacudió fuertemente la mano de su tío con grandes demostraciones de afecto. Gottfried le miró largamente y le dijo: —Buenos días, Melchor. Cristóbal creyó que su tío se equivocaba y soltó una carcajada. —El pobre chochea, pensó para sí, y pierde la memoria. Gottfried parecía en efecto más aventajado, apergaminado y encogido; respiraba con dificultad y con mucha frecuencia. Cristóbal seguía perorando. Gottfried se echó su carga a cuestas y se puso de nuevo silenciosamente en marcha; volvieron juntos, Cristóbal gesticulando y hablando a gritos, y Gottfried tosiendo y callándose. Habiéndole Cristóbal interpelado nuevamente, le dijo: —¡Vamos a ver! ¿Por qué me llamas Melchor? Ya sabes que me llamo Cristóbal. ¿Has olvidado mi nombre?

Gottfried, sin pararse, fijó en él sus ojos atentamente, movió la cabeza y dijo con frialdad: —No, eres Melchor, te reconozco perfectamente. Cristóbal se detuvo aterrado. Gottfried continuaba su trotecillo y Cristóbal le siguió sin replicar. Se había disipado su embriaguez. Al pasar cerca de la puerta de un café-concierto, se acercó a uno de los espejos que había a la entrada, desierta en aquel momento, y se miró, entonces reconoció a Melchor y volvió a su casa enteramente trastornado. Pasó una noche de angustia interrogándose y escudriñando su alma. Ahora comprendía. Sí, reconocía los instintos y los vicios que habían surgido en él y le causaban horror. Pensó en la velada fúnebre pasada junto al cadá- ver de Melchor, en las promesas hechas, y pasó revista a la vida que había hecho desde entonces: había hecho traición a todo lo prometido. ¿Qué había hecho por su Dios, por su arte y por alma? ¿Qué había hecho por su eternidad? Todos los días los había desperdiciado y manchado; no aparecía ni una obra, ni un pensamiento, ni un esfuerzo durable, sino un caos de deseos que se destruían unos a otros. Todo era viento, polvo y nada. ¿De qué le había servido querer? No había hecho nada de lo que había querido. Había hecho lo contrario de lo que se había propuesto y había llegado precisamente a lo que no quería hacer: tal era el balance de su vida. Aquella noche no se acostó. A eso de las seis de la mañana —era aún de noche—, oyó a Gottfried que se preparaba a partir. Porque Gottfried no había querido detenerse más. Al pasar por la ciudad había ido, según su costumbre, a abrazar a su hermana y a su sobrino; pero había anunciado que se pondría en marcha al día siguiente por la mañana. Bajó Cristóbal. Vio Gottfried su rostro pálido en el que se leían las huellas de una noche de dolor. Le sonrió cariñosamente y le preguntó si quería acompañarle un poco. Salieron juntos antes del alba. No tenían nece sidad de hablar, pues se comprendían. Al pasar cerca del cementerio, dijo Gottfried: —Entremos, ¿quieres? Jamás dejaba de hacer una visita a Juan Miguel y a Melchor, cuando pasaba por allí. Cristóbal no había entrado en el cementerio desde hacía un año. Gottfried se arrodilló ante la fosa de Melchor y dijo: —Oremos, para que duerman en paz y para que no vengan a atormentarnos

Su pensamiento era una mezcla de extrañas supersticiones y de buen sentido: a veces sorprendía a Cristóbal; pero en aquella ocasión lo comprendió perfectamente. No se dijeron ni una palabra más hasta que salieron del cementerio. Al cerrar la rechinante verja, siguieron, a lo largo de las tapias, en medio de los campos que empezaban a despertarse, el estrecho sendero que pasaba bajo los cipreses plantados junto a las tumbas, de los que goteaba la nieve. Cristóbal se echó a llorar. —¡Ah, querido tío, cuánto sufro! No se atrevía a hablarle de su aventura de amor, porque sentía un miedo extraño de molestar o mortificar a Gottfried; pero habló de su vergüenza, de su mediocridad, de su cobardía y de la violación de sus promesas. —¿Qué hacer, querido tío? He querido y he luchado; y, después de un año, me encuentro en el mismo punto que antes, y ni aun eso siquiera, pues he retrocedido. ¡No sirvo para nada! ¡He perdido mi vida y soy un perjuro! En esto iban subiendo la colina que domina la ciudad y Gottfried dijo con bondad: 

-No será la última vez, hijo mío. No se hace todo lo que se quiere. Se quiere y se vive, que son dos cosas distintas. Hay que consolarse. Lo esen cial, no lo olvides, consiste en no cansarse de querer y de vivir. El resto no depende de nosotros

Cristóbal repetía con desesperación: —¡Soy un perjuro!¿Oyes? —dijo Gottfried. En esto cantaron unos gallos en el campo. —También cantaron para otro que igualmente fue perjuro. Cantan to das las mañanas para cada uno de nosotros.

Día llegará —dijo Cristóbal amargamente— en que no cantarán para mí… Ese día no tendrá mañana. ¿Y qué habré hecho yo de mi vida? 
Hay siempre un mañana —dijo Gottfried. 
Pero, ¿qué hacer si no sirve de nada querer?
Vela y ora
Ya no creo

Gottfried sonrió: —No vivirías si no creyeses. Todo el mundo cree. Ora
¿Y a quién? Gottfried le mostró el sol que aparecía en el horizonte rojizo y glacial. —Sé piadoso en presencia del día que nace. No pienses en lo que serás dentro de un año o dentro de dos años. Piensa en el día de hoy. Abandona tus teorías. Todas las teorías, hasta las que se proponen por objeto la virtud; son malas, necias y hacen daño. No hagas violencia a la vida. Vive hoy y muéstrate piadoso hacia cada día. Ámalos, respétalos y sobre todo no los manches, no les impidas florecer. Ámalos aunque sean grises y tristes como el de hoy. No te inquietes por ello. Ves, ahora es el invierno. Todo duerme, pero la buena tierra se despertará. Lo principal es ser buena tierra y paciente como ella. Sé piadoso. Espera. Si eres bueno, todo irá bien. Si no lo eres, si te muestras débil, si no sales adelante con tu empresa, no por eso hay que ape sadumbrarse. Seguramente eso obedece a que tus fuerzas no llegan a tanto. Entonces, ¿a qué querer más?, ¿a qué apesadumbrarte por lo que no puedes hacer? Hay que hacer lo que se puede… Als ich kann (Como yo pueda)

Es demasiado poco, dijo Cristóbal haciendo una mueca. Gottfried rió amistosamente. —Es más de lo que nadie hace. Eres un orgulloso, quieres ser un héroe y por eso no haces más que tonterías… ¡Un héroe!… No sé exactamente lo que es, pero me lo figuro: un héroe es el que hace lo que puede. Los de más no lo hacen.

¡Ah! —suspiró Cristóbal—, ¿a qué vivir entonces? Eso no vale la pena. Hay, sin embargo, gente que dice: “¡querer es poder!”

Gottfried se echó de nuevo a reír dulcemente: —¿Sí?… Pues te aseguro que los que tal dicen son unos grandes embusteros. O si no, no quieren gran cosa… 

Habían llegado a la cima de la colina y allí se abrazaron cariñosamente. El pobre buhonero siguió adelante con paso fatigado. Cristóbal se quedó pensativo viéndole alejarse y repitiendo en su interior la frase de su tío: —Als ich kann. Luego sonrió, pensando para sí: Efectivamente… Después de todo… es suficiente. Volvió hacia la ciudad. Crujía bajo sus pasos la nieve endurecida. El helado soplo del invierno hacía estremecerse, en lo alto de la colina, las desnudas ramas de los árboles. Hacía colorearse sus mejillas, quemaba su piel y activaba el ardor de su sangre. Allá abajo parecían reír los rojos tejados de las casas bajo las brillantes caricias del sol. La tierra helada p
arecía regocijarse, sacudida por un acre placer. El corazón de Cristóbal sentía lo mismo que ella y él pensaba en su interior: Yo también me despertaré. Tenía aún lágrimas en los ojos. Se secó con el revés de la mano y miró riendo al sol que se ocultaba tras una cortina de vapores. Pasaban por encima de la ciudad pesadas nubes cargadas de nieve, impulsadas por la tormenta. Cristóbal les hizo una higa. Soplaba el viento glacial… 
¡Sopla, sopla!… ¡Haz lo que quieras de mí! ¡Llévame en tus alas!… Yo sé muy bien a dónde he de ir.

(Romain Rolland, Juan Cristobal, Libro Primero)


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