viernes, 31 de octubre de 2025

SANTIDAD COMPARTIDA: CELEBRAR, SERVIR Y UNIR

La santidad no es un ideal lejano ni un privilegio reservado. Es una vocación que se encarna en lo cotidiano, en lo comunitario, en lo celebrativo. Esta serie de reflexiones nace del deseo de mirar la santidad no como cima individual, sino como camino compartido: un proceso que se vive en comunidad, se celebra en la liturgia y se acompaña desde el ministerio.

A lo largo de estas entradas, propongo contemplar la santidad desde cuatro ángulos que se entrelazan:

1. La santidad que me interpela: una reflexión personal sobre cómo la vida de los santos —canonizados o no— nos llama a vivir con autenticidad, entrega y esperanza.

2. El pueblo celebrante: cómo la liturgia puede ser espacio donde la santidad del pueblo se hace visible, audible y fecunda.

3. El ministerio ordenado como mediación humilde: una mirada al servicio pastoral como puente, no como centro, al servicio de la comunión.

4. La liturgia como lugar de comunión, no de ideología: una invitación a recuperar el sentido profundo de la celebración como espacio de unidad, memoria y esperanza.

Esta serie está pensada para alimentar la reflexión, pero también para inspirar gestos concretos, decisiones pastorales y caminos de formación. Que cada palabra sea semilla de comunión.


TEMA #1

La santidad que me interpela

Reflexión para la fiesta de Todos los Santos

Siempre me ha conmovido esta fiesta. No por los grandes nombres, sino por lo que revela: que la santidad es posible, que está cerca, que se parece a la vida que muchos viven con fe, con entrega, con dolor y con esperanza.

La santidad me interpela. No como exigencia, sino como invitación. Me habla de un modo de estar en el mundo: con los ojos abiertos, el corazón disponible, los pies en la tierra y la mirada en Dios. Me recuerda que no se trata de perfección, sino de comunión. No de méritos, sino de amor.

Me interpela la santidad de los que no se rinden. De los que perdonan sin que nadie se lo pida. De los que rezan por los demás sin que nadie lo sepa. De los que siguen amando, aunque les falte fuerza. De los que no se creen santos, pero viven como tales.

Me interpela la santidad que no se exhibe, que no se impone, que no se cree perfecta. La santidad que se parece a Jesús: humilde, compasiva, firme, libre. La santidad que se deja tocar por el dolor del otro, que se indigna ante la injusticia, que se alegra con lo pequeño.

Hoy, al celebrar a Todos los Santos, quiero mirar a mi alrededor y reconocerlos. Quiero nombrar a los santos de mi comunidad, de mi historia, de mi familia. Quiero agradecer su testimonio, su ternura, su lucha. Y quiero mirar hacia dentro y preguntarme:

¿Qué parte de mí está llamada a ser santa?
 ¿Qué parte de mí necesita abrirse más al amor, a la entrega, a la comunión?

La santidad no es un estado, es un camino. Un proceso que se vive en comunidad, en lo cotidiano, en lo frágil. Es dejarse transformar por el Espíritu, paso a paso, día a día. Es aprender a amar como Jesús, sin medida, sin miedo, sin condiciones.

Y en este camino, no estoy solo. Me acompaña una “multitud inmensa”, como dice el Apocalipsis. Me acompañan los santos canonizados, sí, pero también los que nunca escribieron libros ni fundaron congregaciones. Me acompañan los que vivieron la fe en lo escondido, los que murieron sin reconocimiento, los que siguen amando desde el cielo.

Por eso, esta fiesta no es sólo para admirar. Es para decidir. Para decirle a Dios: “Aquí estoy. Quiero caminar contigo. Quiero vivir como tus santos. Quiero ser parte de esa comunión que transforma el mundo.”

miércoles, 29 de octubre de 2025

LLEGAR AL CORAZÓN DE LA LITURGIA

En muchos templos de nuestro país, al entrar, uno no ve el sagrario. A veces está en una capilla cerrada, a un lado, o incluso en una habitación aparte. Algunos fieles van allí a orar mientras se celebra la misa. Otros se preguntan si el Señor está “presente” si no lo ven. Esta práctica, que se ha vuelto común en varias parroquias, merece una mirada serena y pastoral. No se trata de juzgar, sino de preguntarnos: ¿Qué mensaje transmite esta disposición? ¿Qué dice sobre nuestra comprensión de la Eucaristía?

Una práctica que inquieta

La intención de ubicar el sagrario en una capilla aparte suele ser buena: favorecer la adoración en silencio, evitar distracciones durante la misa, ofrecer un espacio íntimo para la oración personal. Sin embargo, en la práctica, esta separación puede generar confusión. Cuando el sagrario queda oculto o desplazado, cuando se convierte en un lugar de refugio paralelo a la celebración, se corre el riesgo de fragmentar el Misterio Pascual.

He visto con preocupación cómo, en algunas comunidades, la adoración al Santísimo se vive como algo separado —y a veces más importante— que la misa misma. Como si la “presencia real” estuviera solo en el sagrario, y no también en la Palabra proclamada, en el altar compartido, en el pueblo reunido en su nombre.

La Eucaristía: comunión celebrada

La Iglesia enseña que la misa es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). En ella, Cristo se hace presente de múltiples maneras: en la asamblea, en la Palabra, en el ministro, y de modo particular en el pan y el vino consagrados. El sagrario conserva ese don para la comunión de los enfermos y la adoración, pero no puede sustituir ni competir con la celebración misma.

Separar físicamente el sagrario del altar puede ser legítimo, pero nunca debe romper la unidad del Misterio. El altar y el sagrario son signos complementarios: uno es mesa de entrega y comunión; el otro, memoria viva de esa entrega. Cuando separamos su significado, corremos el riesgo de reducir la misa a un rito vacío o de absolutizar la adoración como experiencia individual.

Recuperar la centralidad del pueblo celebrante

Quizás esta sea una oportunidad para revisar nuestras prácticas y espacios litúrgicos. ¿Favorecen la participación plena, consciente y activa del pueblo? ¿Ayudan a vivir la Eucaristía como comunión, no como devoción aislada? ¿Invitan a reconocer a Cristo en la comunidad reunida, no solo en el sagrario?

Recuperar la voz del pueblo celebrante implica también recuperar su mirada: que el centro no sea un lugar oculto, sino el altar donde Cristo se entrega y nos reúne. Que la adoración no nos aparte de la asamblea, sino que brote de ella y nos devuelva a ella con más amor.

sábado, 25 de octubre de 2025

UNA PREGUNTA INCÓMODA SOBRE EL MINISTERIO CONSAGRADO

A veces, al mirar cómo se vive el ministerio consagrado en la Iglesia, surge una pregunta que parece atrevida: ¿estamos más cerca del Antiguo o del Nuevo Testamento?

No se trata de comparar épocas, sino de discernir el espíritu que anima nuestras prácticas. ¿El ministerio se vive como mediación humilde, como servicio que transparenta a Cristo? ¿O como un sacerdocio separado, revestido de sacralidad, más cercano al templo que al camino?

En el Antiguo Testamento, el sacerdote era mediador entre Dios y el pueblo, separado por normas, purezas, vestiduras. En el Nuevo Testamento, Jesús rompe esa distancia. Se hace mediador desde abajo, lavando pies, compartiendo mesa, abrazando heridas. El ministerio cristiano nace de ahí: de una humanidad entregada, no de una sacralidad apartada.

Pero cuando el ministerio se reviste de poder, de privilegio, de distancia… ¿no estamos volviendo, sin querer, a modelos que Jesús vino a transformar?

No se trata de juzgar, sino de volver a mirar. De preguntarnos si nuestras formas ministeriales transparentan al Cristo servidor, o si lo han desplazado. Si nuestras liturgias y estructuras ayudan al pueblo a encontrarse con Jesús, o si lo esconden detrás de mediaciones que ya no comunican.

Tal vez sea tiempo de volver al Evangelio. De dejar que el ministerio se purifique en la fuente. De recordar que el único sacerdote eterno es Cristo, y que todo ministerio cristiano es participación humilde en su entrega.

CUANDO CRISTO DEJA DE SER CAMINO

Hay momentos en que la fe parece perder su centro. Seguimos hablando de Dios, de Iglesia, de sacramentos, de espiritualidad… pero Cristo ya no está en medio. No porque haya desaparecido, sino porque lo hemos desplazado. Lo hemos envuelto en solemnidades, lo hemos elevado a alturas inalcanzables, lo hemos escondido detrás de mediaciones que, en lugar de transparentarlo, lo opacan.

Santa Teresa hablaba con ternura de su “Sacratísima Humanidad”. Para ella, Jesús no era solo una idea teológica, sino un rostro, una presencia, una compañía concreta. Un Dios que se hizo carne para caminar con nosotros. Pero cuando esa humanidad se pierde —cuando Cristo deja de ser camino—, nuestra fe corre el riesgo de volverse ideología, costumbre o sistema.

Decimos “cristianos”, pero ¿seguimos a Cristo? ¿Lo dejamos entrar en nuestras decisiones, en nuestras heridas, en nuestras comunidades? ¿O lo hemos reemplazado por devociones sin encuentro, por estructuras sin ternura, por discursos sin compasión?

Cuando Cristo deja de ser camino, la fe se vuelve vertical pero no encarnada. Hablamos de Dios, pero no lo reconocemos en el rostro del crucificado. Buscamos lo sagrado, pero evitamos el escándalo de un Dios que lava pies, que come con pecadores, que llora por sus amigos.

Recuperar a Cristo como camino es volver al Evangelio. Es dejar que su humanidad nos toque, nos incomode, nos transforme. Es reconocer que no hay otro puente entre Dios y nosotros. Que no hay espiritualidad cristiana sin el Hijo. Que no hay comunión sin su cuerpo entregado.

Tal vez sea tiempo de volver a mirar a Jesús. No al símbolo, no al dogma abstracto, sino al hombre de Nazaret. Al que nos enseñó a orar, a amar, a perdonar. Al que sigue siendo camino, verdad y vida —si lo dejamos entrar.

Fray Manuel de Jesús, ocd

JESÚS CAMINA CON NOSOTROS (homilía Primeras comuniones)

 
Hoy celebramos un paso muy importante… pero no es el primero.

Jesús ya está con ustedes desde el día en que fueron bautizados. Nos acompaña el Espíritu Santo, que es Dios en nosotros.
El día en que fuimos bautizados comenzó un camino: el camino de vivir como hijos/hijas de Dios, como parte de esta gran familia que es la Iglesia, sacramento universal de salvación.

Hoy, al recibir por primera vez el Cuerpo y la sangre de Cristo, ustedes dan un paso más: se acercan a la mesa de la comunidad, al banquete del Reino.

No se acercan a ella por méritos propios, porque lo merezcan. Es Jesús el que invita siempre: “Hagan esto en memoria mía”.
Tampoco vienen solos. Vienen con sus familias, con sus catequistas, con la comunidad que los ha acompañado en su preparación.

A ustedes, niños, les digo con alegría:
Jesús es un buen amigo, el mejor compañero de camino. Él ya te conoce desde que te regaló una vida nueva en el bautismo, te acompaña, y vive en ti.
Pero hoy te invita a algo nuevo: a compartir su vida, su cuerpo y su sangre, su misión.

A las familias, les digo con esperanza:
Este sacramento no es un punto final.
Es una invitación a seguir creciendo juntos en la fe.
A enseñar con la vida que Jesús no es un recuerdo, sino una presencia viva en la comunidad.

Y a todos, como Iglesia, nos toca cuidar este don.
Porque cada sacramento es un regalo para todos, no solo para quien lo recibe.
Cuando un niño comulga por primera vez, toda la comunidad se renueva.
Cuando una familia se acerca al altar, toda la Iglesia se fortalece.

Jesús dijo: “El que come de este pan vivirá para siempre.”
Y ese “vivir” no es solo para después de la muerte.
Es vivir con sentido, con amor, con esperanza… aquí y ahora, como cuerpo unido en Cristo.

Desde el Bautismo, hemos sido injertados en la vid que es Cristo. Cada sacramento que recibimos no es solo un regalo para cada uno y para sus familias, sino una forma concreta de crecer como sarmientos vivos en esa vid.

La Eucaristía, es por eso, una invitación a participar más plenamente en la vida de la comunidad eclesial. Porque los sacramentos no se reciben para guardarlos, o para presumirlos, sino para vivirlos juntos: para ser Iglesia, cuerpo unido, fecundado por la misma savia que es el amor de Dios.

Que hoy sea un momento especial para todos, niños y familias; para los primeros, alegría y compromiso, porque será su primera comunión (esperemos que no la única); para sus familiares, momento de renovar el compromiso bautismal.

Para todos, y dentro de la novena a nuestro patrono, compartir el gozo de ser de Cristo, de tener a María como Madre, y de sabernos parte de un pueblo que camina unido, sostenido por la fe, la esperanza y el amor.

Que esta celebración no se quede en una foto bonita, sino que sea semilla de comunidad viva.

Que cada niño que hoy comulga por primera vez, y cada familia que lo acompaña, sienta que no está sola, que pertenece a una historia más grande: la historia del amor de Dios que se hace pan, que se hace Iglesia, que se hace camino compartido.

Jesús camina con nosotros. Nos alimenta, nos une, nos envía.
Y nosotros, estamos llamados a dar fruto: fruto de fe, de alegría, de servicio.
Que esta primera comunión sea también una comunión más profunda entre nosotros, una oportunidad para volver a decir: ‘Sí, Señor, queremos seguirte, queremos vivir como tú, queremos ser comunidad que ama y acompaña.’”

Amén.

viernes, 24 de octubre de 2025

VOLVER AL EVANGELIO: UNA CONVERSIÓN NECESARIA

Hay momentos en que la fe necesita volver a su fuente. No para repetir lo de siempre, sino para recuperar lo esencial. Jesús no vino a fundar una religión complicada, ni a establecer un sistema moral. Vino a abrir camino. A mostrar el rostro del Padre. A enseñarnos a vivir desde el amor, la compasión, la verdad.

Pero a veces, nuestra religión se ha convertido en otra cosa. En estructuras que pesan, en tradiciones que ya no liberan, en discursos que juzgan más que acompañan. Seguimos hablando de Dios, pero nos cuesta volver a Jesús. A su humanidad, a su cercanía, a su forma de mirar y tocar.

José Antonio Pagola lo dice con fuerza: “Conversión es volver a Jesús.” Y volver a Jesús es volver al Evangelio. No como un texto antiguo, sino como una llamada viva. Como una forma de estar en el mundo. Como una manera de mirar, de escuchar, de caminar.

Este blog quiere ser eso: un espacio para volver. Para repensar la liturgia, el ministerio, la comunidad… desde Jesús. Para recuperar su lugar en medio. Para que no se nos pierda el camino.


1. Cuando Cristo deja de ser camino

 Recuperar la centralidad de Jesús como mediador, camino, verdad y vida. En muchas prácticas religiosas, la figura de Cristo ha sido desplazada. Se habla de Dios, de Iglesia, de espiritualidad… pero Jesús ya no está en medio. Debemos volver a su humanidad concreta, como puente vivo entre Dios y nosotros. Sin Él, la fe se vuelve sistema, ideología, costumbre. Con Él, vuelve a ser camino.


2. El pueblo celebrante: recuperar la voz en la liturgia

 Superar la pasividad litúrgica y devolver protagonismo al pueblo como sujeto celebrante. La liturgia no es un espectáculo clerical ni una repetición ritual. Es el lugar donde el pueblo se encuentra con Dios, canta su historia, celebra su esperanza. Pero muchas veces, el pueblo ha sido silenciado, reducido a espectador.  Debemos recuperar su voz, su cuerpo, su capacidad de celebrar desde la vida, en comunión con Cristo.


3. El ministerio ordenado como mediación humilde

Revisar el ejercicio del ministerio desde el modelo de Cristo servidor.
¿Nuestros ministerios reflejan el estilo de Jesús o el de los sacerdotes del templo? ¿Son mediaciones humildes o estructuras de poder? Estamos invitados a mirar el ministerio desde el Evangelio: como servicio, como transparencia del Cristo que lava pies, que se entrega, que no se impone. Una llamada a purificar el ministerio desde su fuente.


4. La liturgia como lugar de comunión, no de ideología

Denunciar el uso ideológico de la liturgia y recuperar su sentido de encuentro. La liturgia no es trinchera ni plataforma. Es espacio de reconciliación, de comunión, de gracia compartida. Pero a veces se convierte en campo de batalla simbólico, en lugar de exclusión o imposición.  Estamos llamados a volver a la liturgia como casa abierta, como mesa compartida, como lugar donde Cristo reúne, no divide.

Conclusión: Volver al centro, volver a Jesús

Este itinerario no pretende ofrecer respuestas definitivas, sino abrir un camino de retorno. Retorno al Evangelio, a la figura viva de Jesús, al corazón de una fe que se ha ido complicando, institucionalizando, alejando de su fuente.

Cada reflexión —sobre Cristo como camino, el pueblo celebrante, el ministerio como mediación humilde, y la liturgia como comunión— nace de una misma inquietud: ¿hemos perdido el centro? ¿Seguimos llamándonos cristianos sin que Cristo esté verdaderamente en medio?

Volver a Jesús es volver a su humanidad concreta, a su forma de mirar, de tocar, de servir. Es dejar que su estilo cuestione nuestras prácticas, nuestras estructuras, nuestras seguridades. Es permitir que el Evangelio nos purifique, nos descentre, nos vuelva a poner en camino.

No se trata de nostalgia ni de reforma superficial. Se trata de conversión. De volver al rostro que nos revela al Padre. De dejar que la fe recupere su sabor, su cuerpo, su verdad.

Que este itinerario sea una invitación a mirar de nuevo. A celebrar con el pueblo, a servir con humildad, a reunir sin ideología. Y sobre todo, a caminar con Jesús, que sigue siendo —si lo dejamos— camino, verdad y vida.

Fray Manuel de Jesús, ocd

martes, 21 de octubre de 2025

CUANDO LA COMUNIDAD REVELA A CRISTO


En una reflexión reciente hablábamos de los “sacramentos que no hacen comunidad”: celebraciones que, aunque válidas en forma, no logran generar vínculos, pertenencia ni transformación. Son signos que no comunican, gestos que no despiertan vida compartida. Esta inquietud nos lleva a mirar más hondo: ¿Qué sentido tienen los sacramentos si no brotan de una comunidad viva? ¿Y qué tipo de comunidad es la Iglesia, cuando se comprende como “sacramento universal de salvación”?

1. Más que institución: una comunidad que revela

Decir que la Iglesia es “sacramento universal de salvación” no es afirmar que sea perfecta, ni que tenga el monopolio de la gracia. Es reconocer que, en Cristo, esta comunidad humana ha sido llamada a ser signo e instrumento de la comunión con Dios y de la unidad de todo el género humano (Lumen Gentium 1). Es decir, la Iglesia no es solo la que administra sacramentos, sino la que está llamada a ser sacramento: a transparentar, encarnar y comunicar la salvación que Dios ofrece.

Esta visión nos invita a mirar la Iglesia no como estructura, sino como cuerpo vivo. No como poder, sino como mediación humilde. No como refugio cerrado, sino como espacio abierto donde Cristo se hace presente en lo humano, lo frágil, lo compartido.

2. Los sacramentos como expresiones de esa Iglesia sacramental

Cada sacramento que celebramos —bautismo, eucaristía, reconciliación, unción, matrimonio, orden, confirmación— no es un rito aislado, sino una expresión concreta de la Iglesia como comunidad que salva. No se trata de gestos mágicos, sino de signos que solo tienen sentido en el marco de una comunidad que vive, cree, espera y ama.

El bautismo nos incorpora a un cuerpo, no solo nos limpia de algo.
La eucaristía no solo alimenta, sino que construye comunión.

La reconciliación no es solo perdón individual, sino restauración de vínculos.

El matrimonio no es solo contrato, sino vocación compartida en la Iglesia.

El orden no es privilegio, sino servicio que hace visible la mediación de Cristo.

Cuando los sacramentos se celebran sin comunidad, se vacían. Cuando se viven como parte de una Iglesia que es sacramento, se convierten en caminos de salvación compartida.

3. Cristo presente en la comunidad

La presencia de Cristo no se limita al pan consagrado ni al ministro ordenado. Está en la comunidad reunida, en la escucha compartida, en el servicio mutuo, en la acogida del pobre, en la oración silenciosa, en la palabra que consuela. La Iglesia como sacramento es una comunidad que, en su vivir cotidiano, revela a Cristo.

Esto exige una conversión pastoral: dejar de pensar los sacramentos como “servicios religiosos” y empezar a vivirlos como encuentros con el Dios que salva en comunidad. No basta con “recibir” sacramentos: hay que dejarse transformar por ellos, en comunión con otros.

4. Implicaciones para nuestra pastoral

Formar comunidades vivas, no solo grupos de usuarios de sacramentos.
Celebrar con sentido, cuidando la participación, la palabra, el gesto, el canto, el silencio.
Acompañar procesos, no solo administrar ritos.
Recuperar el protagonismo del pueblo celebrante, donde cada miembro es parte activa del cuerpo.
Vivir la liturgia como lugar de comunión, no de ideología ni de control.

5. Una Iglesia que se deja transformar 

Ser “sacramento universal de salvación” no es un título, sino una vocación. Es dejar que Cristo se haga presente en lo que somos, en lo que compartimos, en lo que celebramos. Es permitir que la comunidad se convierta en signo visible de la gracia invisible. Es vivir la fe como camino compartido, donde cada sacramento es una puerta abierta a la comunión.

domingo, 19 de octubre de 2025

SACRAMENTOS SIN COMUNIDAD: UNA HERIDA QUE INTERPELA

En muchas celebraciones sacramentales, se percibe una fractura silenciosa: los sacramentos se viven como ritos sociales, desvinculados de la comunidad que debería acogerlos, sostenerlos y celebrarlos. Bautismos, primeras comuniones, confirmaciones, matrimonios… se convierten en eventos puntuales, muchas veces organizados por costumbre o presión familiar, sin que medie un verdadero proceso de fe ni una inserción en la vida comunitaria.

Esta realidad no es nueva, pero sigue doliendo. Como agente pastoral, me cuestiona y me entristece. ¿Qué estamos celebrando cuando el sacramento no genera comunión, ni transforma la vida?

El sacramento como signo de comunión

La teología sacramental nos recuerda que los sacramentos son signos eficaces de la gracia, sí, pero también de la Iglesia como cuerpo vivo. No son actos privados ni logros individuales, sino momentos de inserción en el Misterio Pascual y en la comunidad creyente. El bautismo nos incorpora al Pueblo de Dios; la eucaristía nos une en la mesa del Señor; la confirmación fortalece nuestra misión compartida.

Celebrar un sacramento sin comunidad es como plantar una semilla en tierra seca: puede germinar, pero le faltará el entorno vital que la nutra.

La ruptura: sacramentos sin comunidad

Por diversas razones —tradiciones arraigadas, dinámicas sociales, falta de formación, clericalismo— hemos normalizado una práctica sacramental desconectada de la vida comunitaria. Algunos ejemplos:
Niños que hacen la primera comunión sin haber participado nunca en la eucaristía dominical.
Confirmaciones celebradas como requisito para “graduarse” de la catequesis, o para casarse, sin continuidad en la vida parroquial.
Matrimonios que se celebran en templos ajenos, sin vínculo con la comunidad que podría acompañar la vida conyugal.
Bautismos donde los padrinos no conocen ni practican la fe que se les pide transmitir.

Estas prácticas no son meramente deficientes: son síntomas de una herida eclesial. Nos hablan de una Iglesia que ha perdido el vínculo entre sacramento y camino, entre rito y comunidad.

¿Qué nos está diciendo esta herida?

Tal vez esta desconexión nos revela una crisis más profunda: la dificultad de vivir la fe como proceso, como pertenencia, como comunión. En una cultura marcada por el individualismo y el consumo, los sacramentos corren el riesgo de convertirse en “servicios religiosos” que se solicitan, se pagan, se cumplen… pero no se viven.

La liturgia, en este contexto, se convierte en espectáculo o trámite, y el ministerio ordenado en proveedor de ritos. Se pierde la dimensión celebrativa, comunitaria, transformadora.

Caminos de sanación

No basta con lamentarnos. Esta herida puede ser ocasión de conversión pastoral.
 
Algunas pistas:
Preparación sacramental vinculada a procesos comunitarios: que el catecumenado, la catequesis, el acompañamiento matrimonial o familiar estén integrados en la vida de la comunidad.
Acompañamiento post-sacramento: que el bautizado, el confirmado, el recién casado encuentren espacios donde seguir creciendo en la fe.
Liturgias que celebren la vida compartida: que la eucaristía dominical sea lugar de encuentro, no solo de cumplimiento.
Formación que ayude a entender el sacramento como camino: que se enseñe no solo el “qué” del rito, sino el “para qué” y el “con quién”.

Volver al corazón

Volver al corazón del sacramento es volver al corazón de la comunidad. Como en Emaús, el pan se parte en el camino compartido. Como en Pentecostés, el Espíritu se derrama sobre un grupo reunido en oración. Como en los Hechos, la comunidad “partía el pan con alegría y sencillez de corazón”.

Los sacramentos no son eventos aislados: son momentos de gracia que florecen en la tierra fecunda de la comunidad. Recuperar esa verdad es tarea urgente, humilde y esperanzadora.

Fray Manuel de Jesús, ocd

ORAR COMO QUIEN AMA Y SE DEJA AMAR (Domingo XXIX-C)

Si partimos de la definición teresiana de oración como “tratar de amistad con quien sabemos nos ama”, podemos leer las lecturas de este domingo como una pedagogía de esa amistad: una amistad que se sostiene en la lucha, se expresa en la insistencia, y se vive en comunidad.

1. La oración como trato de amistad (Santa Teresa)

Teresa no define la oración como técnica, ni como obligación, ni como fórmula. Para ella, orar es tratar de amistad, es decir, relación viva, diálogo confiado, presencia compartida. Pero no con cualquiera: con quien sabemos nos ama. La certeza del amor de Dios es el fundamento de toda oración auténtica.

Esta definición nos permite leer las lecturas de hoy no como instrucciones para orar, sino como escenas de amistad vivida.


2. Éxodo 17: Moisés ora como quien acompaña

Moisés no está solo. Ora por su pueblo, en medio de la batalla. Sus brazos levantados son gesto de intercesión, pero también de confianza en el Dios que camina con ellos. Cuando se cansa, no abandona: se deja sostener.

Aquí la oración es amistad que sostiene en la lucha. Moisés no busca controlar a Dios, sino permanecer en relación. Y esa relación se vuelve fuerza para el pueblo.

¿Cómo oramos cuando otros luchan? ¿Nos dejamos sostener cuando nos cansamos?


3. Lucas 18: La viuda ora como quien no se rinde

La viuda insiste ante un juez injusto. No tiene poder, pero tiene voz. Su oración es clamor persistente, no por capricho, sino por necesidad y esperanza.

Jesús nos dice que si incluso un juez injusto responde, cuánto más Dios, que es justo y nos ama. Pero la clave está en la actitud de la viuda: no se rinde, porque sabe que su causa es justa y que su voz vale.

¿Oramos como quien sabe que Dios escucha? ¿Nos atrevemos a insistir, no por ansiedad, sino por confianza?


4. Teresa: la oración como fidelidad amorosa

Teresa vivió noches oscuras, sequedades, cansancio. Pero nunca dejó de orar. Su “determinada determinación” no era terquedad, sino fidelidad a la amistad. Sabía que Dios no siempre responde como queremos, pero siempre está.

La oración, para Teresa, es permanecer junto al Amado, incluso cuando no hay palabras, incluso cuando todo parece estéril. Es no soltar la mano, como Moisés, como la viuda.

¿Educamos en esta oración que no busca resultados, sino comunión? ¿Acompañamos a quienes se cansan de orar?


5. Aplicación pastoral

Podemos invitar a nuestras comunidades a redescubrir la oración como amistad:
No como técnica, sino como relación.
No como obligación, sino como espacio de encuentro.
No como repetición, sino como fidelidad.

Y podemos proponer gestos concretos:
Sostener los brazos de quienes se cansan (acompañamiento, escucha, intercesión).
Orar con la terquedad de la viuda (persistencia, esperanza).
Permanecer como Teresa (silencio, presencia, confianza).

6. Oración final

Señor,
enséñanos a orar como quien ama,
como quien sabe que tú estás,
aunque no sintamos, aunque no veamos.
Que nuestra oración sea trato de amistad,
como la de Teresa, como la de Moisés,
como la de la viuda que no se rinde.
Que nunca nos cansemos de buscarte,
porque tú nunca te cansas de esperarnos.
Amén.

VOLVER PARA AGRADECER, VOLVER PARA VIVIR (Domingo XXVIII-C)

Las lecturas que nos propone la liturgia de la Iglesia para este domingo nos invitan a reflexionar sobre una actitud que puede parecer sencilla, incluso secundaria en nuestro camino de fe; sin embargo, esta actitud manifiesta, revela, el corazón del creyente: la gratitud.

Veamos la gratitud no solo como simple cortesía, sino como actitud de fe, como respuesta existencial ante el don recibido. Porque todo lo que somos y tenemos lo hemos recibido de Dios, y de tantas personas que hemos encontrado en el camino de la vida.

En el Evangelio, diez leprosos son curados, pero solo uno —un samaritano, extranjero, excluido— vuelve a Jesús para agradecer. Y Jesús pregunta: “¿Y los otros nueve dónde están?” Esta pregunta no es reclamo, sino lamento. Porque la gratitud no es solo decir “gracias”; es como una semilla llena de promesas, de frutos posibles. La confianza es suficiente para curar, pero sólo salva la respuesta agradecida al don recibido. Agradecer es volver al origen, reconocer la fuente, abrirse a una relación que transforma, que da sentido, que nos vincula con Dios y con los hermanos. Es el gesto que convierte la sanación recibida en salvación.

🌿 Naamán: cargar con la memoria del encuentro

La primera lectura nos presenta a Naamán, un general sirio que, luego de dudar y confiar, acepta sumergirse en el Jordán y queda limpio de su lepra. Pero lo más profundo no es la curación física que recibe, sino su transformación interior. Naamán no se va como si nada: pide llevar tierra de Israel consigo. Quiere cargar con la memoria del encuentro, como quien lleva tierra en las manos para no olvidar el lugar donde fue sanado y tocado por Dios.

Ese gesto es profundamente espiritual. Nos recuerda que la gratitud verdadera no se agota en el momento, sino que se convierte en memoria viva, en una nueva posibilidad de futuro, en compromiso. Naamán no vuelve a su tierra del mismo modo en que salió de ella: ha sido tocado, ha sido cambiado, y ahora empieza a vivir de otro modo.

También nosotros, al ser tocados por Dios, estamos llamados a vivir con memoria agradecida, que nos impulse a caminar con esperanza y coherencia.

🔥 Pablo: la fidelidad que nace de la gratitud

En la segunda lectura, Pablo escribe desde la cárcel. Está encadenado; y, sin embargo, dice: “La Palabra de Dios no está encadenada.” Su fidelidad no nace del deber, sino de la experiencia del amor de Cristo. Pablo ha sido alcanzado por la gracia, y su vida entera es respuesta.

Aquí, la gratitud por el don de la fe se ha vuelto compromiso sostenido. No es emoción pasajera, sino decisión diaria. Pablo vive agradecido, y por eso persevera en su fe, a pesar de las pruebas. Porque quien ha sido tocado por Cristo no puede vivir como antes. La gratitud madura en fidelidad, en entrega, en misión.

Muchos creyentes hoy viven su fe en medio de dificultades, enfermedades, incomprensiones. La gratitud, como en Pablo, puede sostener la fidelidad incluso en la prueba.

🌅 El samaritano: volver como acto de fe

Y en el Evangelio, el samaritano vuelve. No porque se le haya pedido, sino porque su corazón lo impulsa. Vuelve a Jesús, se postra, agradece. Y Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado.” No solo ha sido sanado, ha sido salvado. Porque la gratitud lo ha llevado al encuentro, y ese encuentro lo ha transformado.

Este es el núcleo del mensaje: la gratitud abre al encuentro con Cristo, y ese encuentro transforma. No se trata únicamente de curación física; se trata de abrirnos a una salvación integral, que abarca toda la vida de la persona. El samaritano no vuelve a su vida anterior: no solo porque ha sido curado, sino porque su encuentro con Jesús le abre a una nueva relación y a una nueva forma de vivir, desde la fe, desde el vínculo con el Señor.

También nosotros estamos llamados a volver, a postrarnos, a reconocer que el encuentro con Jesús nos abre a una vida nueva.

🌻 Gratitud como actitud de fe

La gratitud, entonces, no es una solo reacción emocional. Es actitud fundamental de nuestra fe. Es reconocer que todo es don, que no somos autosuficientes, que hemos sido alcanzados por la misericordia de Dios. Y desde ahí, vivir en relación con Dios, con los hermanos, con la vida misma, es el fruto de saber agradecer.

El creyente agradecido no se encierra en sí mismo. Vuelve a Dios, y sale al encuentro de los demás. La gratitud nos hace humildes, disponibles y generosos. Nos hace comunidad de fe, nos hace Iglesia.

La gratitud no se queda en palabras. Se convierte en compromiso. En vida entregada. En fidelidad cotidiana. En memoria que transforma. Como Naamán, como Pablo, como el samaritano: quien agradece, se compromete. Proclama su salvación. Se convierte en testigo.

La gratitud nos hace discípulos misioneros, testigos del amor recibido, sembradores de esperanza. Estamos aquí, no porque seamos perfectos, sino porque hemos sido tocados. Que nuestra presencia sea como la del samaritano: humilde, agradecida, transformada.
 Que vivamos nuestra condición de creyentes con coherencia, como quienes han sido sanados, salvados, enviados. Que esta tierra santa que llevamos en el corazón se traduzca en gestos de misericordia, en palabras que sanan, en presencia que acompaña.

Amén.

🙏 Oración después de la comunión: “Volver con el corazón abierto

Señor Jesús,
hoy hemos vuelto a Ti, como el samaritano,
no solo para recibir, sino para agradecer.
Nos has tocado con tu Palabra,
nos has alimentado con tu Cuerpo,
nos has sanado en lo profundo.

Haz que esta comunión no sea solo rito,
sino memoria viva del encuentro,
como tierra santa que llevamos en el corazón,
como señal de que hemos sido alcanzados por tu misericordia.

Que nuestra gratitud no se quede en palabras,
sino que se convierta en compromiso,
en vida entregada, en fidelidad cotidiana,
en gestos concretos de amor hacia nuestros hermanos.

Como Naamán, queremos cargar con la memoria del lugar
donde fuimos tocados por tu gracia.
Como Pablo, queremos perseverar,
aunque haya cadenas, aunque haya cansancio.
Como el samaritano, queremos volver siempre a Ti,
porque solo en el encuentro contigo hay salvación.

Gracias, Señor, por habernos sanado.
Gracias por abrirnos a la fe.
Gracias por llamarnos a vivir desde el don recibido.

Que esta Eucaristía nos transforme,
nos envíe, nos comprometa.
Y que al salir, llevemos contigo
la tierra del encuentro,
la luz de la gratitud,
y el fuego del amor.

Amén.

jueves, 9 de octubre de 2025

EN EL CORAZÓN DE LA LUCHA, LA MISERICORDIA

 La fe cristiana no nos invita a negar nuestras luchas, sino a atravesarlas con la certeza de que Dios camina con nosotros. No somos amados por ser impecables, sino porque somos hijos, y el amor del Padre no se retira cuando caemos: se acerca más.

La misericordia de Dios no es una idea, es una presencia. Es la paciencia que nos espera cuando tropezamos, la ternura que no se escandaliza de nuestras heridas, el abrazo que no exige explicaciones. Dios no se cansa de nosotros. No se decepciona. Él conoce el barro del que estamos hechos, y lo bendice con su aliento.

La sexualidad, lejos de ser una trampa, es una bendición. Es parte de nuestra humanidad, de nuestra capacidad de amar, de entregarnos, de sentirnos vivos. Pero cuando se desconecta del amor, puede volverse compulsión, refugio vacío, o dolor repetido. No porque sea mala, sino porque está herida. Y toda herida necesita cuidado, no castigo.

La culpa excesiva no nos sana. Nos encierra. Nos hace creer que somos indignos de acercarnos a Dios, cuando en realidad es en ese momento, en medio de la lucha, cuando más necesitamos su luz. Jesús no vino por los sanos, sino por los que se sienten perdidos. Y en cada caída, hay una mano tendida que no pregunta, solo levanta.

La redención no es un premio para los que vencen sin fallar. Es un camino para los que, aun cayendo, siguen buscando. En nuestras luchas está la semilla de nuestra plenitud. Porque allí aprendemos a confiar, a pedir ayuda, a amar sin máscaras. Allí descubrimos que no somos salvados por nuestra fuerza, sino por su fidelidad.

Así, cada paso que damos, incluso el más torpe, puede ser parte del camino hacia la libertad. Porque Dios no nos mide por nuestras caídas, sino por nuestra esperanza. Y si seguimos caminando, aunque sea con lágrimas, ya estamos en camino.

(P. Valls)

lunes, 6 de octubre de 2025

DISCIPLINA ESPIRITUAL: EL CULTIVO Y CUIDADO DE LA FE

🌱 ¿Qué es una disciplina espiritual?

Una disciplina espiritual es un compromiso libre y constante con prácticas que alimentan nuestra relación con Dios, nos transforman interiormente y nos vinculan con la comunidad. No se trata de cumplir normas externas, sino de cultivar el corazón, abrirnos a la gracia y dejar que el Evangelio eche raíces en nuestra vida cotidiana.

Del alivio puntual al cultivo sostenido del corazón

Muchas personas se acercan a la confesión buscando alivio, como quien toma una medicina para el dolor. Y eso está bien: Dios acoge, sana, perdona. Pero si no hay un compromiso posterior, la fe se vuelve frágil, como una planta sin raíz ni riego.

La vida cristiana no se sostiene solo con momentos de consuelo. Necesita cultivo: oración, escucha, comunidad, servicio. Eso es lo que llamamos disciplina espiritual: una decisión libre y constante de abrir espacio a Dios en nuestra vida cotidiana.

No se trata de cumplir normas, sino de cuidar el alma. De dejar que el Evangelio eche raíces, que la Eucaristía nos transforme, que la oración nos conecte con lo esencial. Es pasar del “hacer por obligación” al “ser por comunión”.


🔥 ¿Por qué es importante?

-Porque la fe no se sostiene sola. Sin alimento, sin oración, sin comunidad, la fe se debilita y se vuelve solo recuerdo o costumbre.

-Porque Dios no quiere solo perdonarnos, sino transformarnos. El perdón es puerta, pero la vida cristiana es camino.

-Porque el seguimiento de Jesús requiere entrenamiento interior. Así como el cuerpo necesita ejercicio, el alma necesita práctica: escucha, silencio, lectura, servicio.

-Porque la comunidad cristiana no es solo refugio, sino escuela de amor. Nos ayudamos mutuamente a crecer, corregirnos con ternura, sostenernos en la lucha.


🛠️ ¿Cómo establecer una disciplina espiritual?

Aquí propongo una guía sencilla, adaptable a cada persona:

1. Elegir un momento diario para Dios
Un tiempo breve pero fiel: 10 minutos de oración, lectura del Evangelio, silencio.
No importa la cantidad, sino la constancia.

2. Participar activamente en la Eucaristía
No solo asistir, sino preparar el corazón, escuchar, ofrecer, comulgar con sentido.
Ver la misa como fuente y cumbre, no como obligación.

3. Leer el Evangelio con hambre de Dios
Un versículo al día, una palabra que ilumine.
Dejar que el Evangelio nos lea a nosotros.

4. Buscar acompañamiento espiritual
Alguien con quien hablar de la fe, compartir luchas, discernir.
Puede ser un guía, un amigo maduro en la fe, un grupo.

5. Servir en comunidad
No basta con “portarse bien”: el amor se concreta en gestos.
Buscar una forma de ayudar, colaborar, estar disponible.


🧭 Frase síntesis para compartir

La disciplina espiritual no es castigo ni exigencia, sino el arte de cuidar el alma, de abrir espacio a Dios cada día, y de caminar juntos como discípulos que se dejan transformar.

(Fray Manuel de Jesús, ocd))

sábado, 4 de octubre de 2025

AUMÉNTANOS LA FE (Reflexión-oración para el domingo XXVII-C)

Auméntanos la fe, Señor…”

Señor Jesús,
acabamos de recibirte,
y como tus discípulos, también nosotros te decimos:
Auméntanos la fe.”

Auméntanos la fe,
no para hacer milagros,
sino para vivir con esperanza
cuando el dolor nos visita,
cuando la injusticia nos hiere,
cuando el perdón parece imposible.

Auméntanos la fe,
no para sentirnos grandes,
sino para servir con humildad,
como el siervo que vuelve del campo
y sabe que su tarea no ha terminado.

Auméntanos la fe,
para que tu Palabra sea luz en nuestras decisiones,
para que tu presencia sea fuerza en nuestras debilidades,
para que tu Eucaristía sea impulso en nuestro camino.

Como Habacuc,
te preguntamos por qué tarda la justicia,
y tú nos respondes:
El justo vivirá por su fe.”

Como Pablo,
queremos reavivar el don que hemos recibido,
custodiarlo con amor,
y dejar que tu Espíritu lo encienda en nosotros.

Como el salmista,
no queremos endurecer el corazón,
sino abrirlo a tu voz,
a tu paso,
a tu llamado.


Señor,
que esta comunión nos haga más disponibles,
más confiados,
más humildes.
Que no busquemos aplausos,
sino fidelidad.
Que no pidamos recompensa,
sino gracia para seguir sirviendo.

Porque tú,
el Señor de la mesa,
te hiciste siervo.
Y nosotros, tus invitados,
queremos aprender a vivir como tú.

Auméntanos la fe, Señor…
y enséñanos a vivirla con amor.

Amén.