lunes, 1 de julio de 2019

UNA SOCIEDAD LIBRE DE HOMOFOBIA...

Una sociedad (y una Iglesia) libre de homofobia, un reto para los cristianos
Por José Antonio Pagola.

Quiero comenzar haciendo unas observaciones para que se comprenda mejor el contenido de mi intervención, su alcance y también sus límites. No soy un moralista ni tengo conocimientos especiales sobre la realidad de la homosexualidad. En estos momentos vivo totalmente entregado a conocer mejor a Jesús y a impulsar en el interior de la Iglesia una renovación arraigando la experiencia cristiana con más verdad y fidelidad en la persona de Jesús, en su mensaje liberador y en el proyecto humanizador que Jesús llamaba el “reino de Dios”.
Por eso, mi exposición tendrá dos partes. En la primera expondré el “principio-misericordia” que inspiró y motivó toda la actuación profética de Jesús y que dejó como herencia a sus seguidores y a toda la Humanidad: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lucas 6,36). En la segunda parte, trataré de mostrar cómo el “principio-misericordia” nos puede ayudar a dar pasos concretos hacia una sociedad liberada de homofobia donde la comunidad homosexual pueda convivir de manera más digna, justa y dichosa en medio de una mayoría heterosexual.

El momento actual es decisivo para abordar el problema de la homofobia. Me explico. El Papa que preside hoy la Iglesia Católica se ha pronunciado de manera clara con palabras impensables todavía hace unos años. Son dos frases breves que abren el movimiento de Jesús hacia un horizonte nuevo, aunque las fuertes resistencias a Francisco hayan obligado a “aparcar” de momento el tratamiento a fondo del tema de la homosexualidad en el último sínodo sobre la Familia. Es el momento de reaccionar desde las comunidades cristianas.

En el avión de regreso de su viaje a Brasil, a preguntas de periodistas, decía así: “Si una persona gay busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. No es una encíclica, no es un documento magisterial, pero, tal vez, es mucho más. Es la convicción profunda del papa Francisco donde, por fin, resuenan las palabras de Jesús: “No juzguéis y no seréis juzgados” (Mateo 7,1).

En respuesta a Yayo Grassí, antiguo alumno de Jorge Bergoglio, homosexual que vive en pareja en EE.UU., que pedía a Francisco una aclaración en torno a un episodio en que se había visto envuelto el papa. Francisco termina su carta con estas palabras: “Quiero asegurarte que en mi trabajo pastoral no hay lugar para la homofobia”.

1. La condición homosexual

Desde el inicio es importante que utilicemos un lenguaje adecuado y preciso para evitar expresiones cargadas de connotaciones peyorativas. Desde hace algunos años, el término “homosexualidad” ha pasado a significar la realidad humana total de las personas cuya pulsión sexual está orientada hacia personas de su propio sexo. El término proviene del griego “homoios”=igual y “sexus”=sexo (el término fue introducido por Fereneczi, médico húngaro en el siglo XIX; bastantes organizaciones homosexuales lo rechazan por su origen clínico y prefieren designarse como “gais” y “lesbianas”).

Con la palabra “homosexualidad” queremos referirnos a la condición humana de una persona que, en su dimensión de sexualidad se caracteriza por estar constitutivamente movida por una pulsión sexual orientada hacia personas del mismo sexo.

Con esto se quiere decir:

El homosexual es, ante todo, un ser humano con su dignidad personal, con un destino y una vocación a crecer y realizarse como persona humana, lo mismo que el heterosexual. Su peculiaridad tiene su raíz y manifestación más clara en que su pulsión sexual está orientada hacia personas del mismo sexo. Por eso, al hablar de las personas homosexuales, hemos de tener siempre presente toda su realidad humana y su dignidad personal sin centrar la atención de manera reduccionista y por lo tanto falsa solo en lo sexual o genital.
No hemos de confundir la condición homosexual con una enfermedad. La homosexualidad no lleva consigo, de por sí, ningún rasgo de patología somática o psíquica. En 1973, la American Psichiatric Association concluyó su estudio afirmando que la homosexualidad no puede ser catalogada como enfermedad. En 1990, la Organización Mundial de la Salud la eliminó definitivamente de la lista de enfermedades.
Tampoco hemos de confundir la condición homosexual con actuaciones anómalas o desviadas como por ejemplo: la pederastia, el sadismo, la prostitución, promiscuidad, violación…; lo mismo que no confundimos la condición heterosexual con ese tipo de actuaciones. No hemos de admitir que se hable de los homosexuales en clave de “perversión”, “desviación”, “inversión”.
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Si me he detenido en todo esto es porque pienso que, para caminar hacia una sociedad libre de homofobia, hemos de aprender a mirar, respetar y amar al diferente en su propia realidad, sin falsearla.

2. Sed misericordiosos como vuestro Padre

Lo primero que hemos de grabar bien es que Jesús capta y vive la realidad insondable de Dios como un misterio de misericordia. Lo que define a Dios no es el poder o la fuerza como a las divinidades paganas del Imperio. Por otra parte, Jesús no habla nunca de un Dios indiferente o lejano, olvidado de sus hijos. Menos aún, de un Dios interesado por su honor, sus derechos, su templo, su sábado… Dios es un misterio de compasión. Es “rahum”, misericordioso, tiene “entrañas de misericordia” (“rahamin”).

(Empleo indistintamente los términos “misericordia” y “compasión”. De ordinario, prefiero hablar de “compasión” para sugerir la cercanía al que sufre –padecer con él– y de “misericordia” para sugerir la atención al que sufre –poner el corazón en el que está en la miseria).

Dios no vive de espaldas al sufrimiento de sus hijos. Por decirlo de alguna manera, la compasión es su modo de ser, su manera de mirar el mundo y de reaccionar ante sus criaturas. Jesús no le vive ni le experimenta a Dios al margen del sufrimiento humano. Por eso no separa nunca a Dios de su proyecto de construir un mundo más digno, más justo, más dichoso para todos, empezando por los que más sufren.

(Las parábolas más importantes de Jesús son las que narra para comunicar su experiencia de un Dios misericordiosos que solo busca el bien de sus hijos: El padre bueno, Lucas 15,11-32; El dueño de la viña, Mateo 20,1-15; El fariseo y el recaudador, Lucas 18,9-14).

Toda la actuación profética de Jesús arranca y está motivada y dirigida por la misericordia de Dios. Su pasión por Dios se traduce en compasión por el ser humano. Es la compasión de Dios lo que atrae a Jesús hacia los maltratados por la vida o por los abusos e injusticias. Lo que lo hace tan sensible al sufrimiento y la humillación de la gente. Pero, sobre todo, es la compasión lo que empuja a Jesús a vivir y a morir “buscando el reino de Dios y su justicia: ese mundo más digno y dichoso para todos, empezando por los que más sufren.

Movido por la misericordia del Padre, “la primera mirada de Jesús no se dirige propiamente al pecado de los otros sino a su sufrimiento” (J. B. Metz). El contraste con Juan el Bautista es esclarecedor. Toda la actividad del Bautista gira en torno al pecado: denuncia los pecados del pueblo, llama a los pecadores a penitencia y les ofrece un Bautismo de conversión y purificación. El Bautista no se acerca a aliviar el sufrimiento de los enfermos, no limpia a los leprosos liberándolos de la exclusión, no acoge a las prostitutas, no abraza a los niños de la calle, no se sienta a comer con “pecadores” excluidos de la Alianza. No hace gestos de bondad. Su actuación es estrictamente religiosa.

Para Jesús, por el contrario, la primera preocupación es el sufrimiento de las gentes enfermas y desnutridas de Galilea, la defensa de los campesinos explotados por los poderosos terratenientes, la acogida a pecadores y prostitutas, los más despreciados y olvidados por la religión. Por decirlo de alguna manera, en la actuación de Jesús es más determinante suprimir el sufrimiento y humanizar la vida que denunciar los pecados y llamar a los pecadores a la penitencia. No es que no le preocupe el pecado, sino que para el Profeta de la compasión, el mayor pecado contra el proyecto humanizador de Dios consiste en introducir en la vida sufrimiento injusto o tolerarlo con indiferencia desentendiéndonos de las personas que sufren.

Jesús vivió en una sociedad profundamente religiosa donde el ideal supremo estaba formulado así en el Levítico: “Sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Levítico 19,2). El pueblo ha de ser santo, como el Dios que habita en el Templo: un Dios que ama a su pueblo elegido pero rechaza a los pueblos paganos, bendice a quienes observan la Ley pero maldice a los pecadores, acoge a los puros pero separa a los impuros. Paradójicamente, esta imitación de la santidad de Dios, entendida como separación de lo pagano, lo no-santo, lo impuro y contaminante, que estaba pensada para defender la identidad de Israel, fue generando de hecho una sociedad discriminatoria y excluyente donde había: israelitas elegidos y paganos rechazados; sacerdotes de un rango superior de pureza y pueblo ordinario; varones con un nivel superior de pureza y mujeres siempre sospechosas de impureza por su menstruación y los partos; sanos que gozan de la bendición de Dios y leprosos, ciegos, tullidos… excluidos incluso del acceso al Templo. Esta religión generaba barreras y discriminación; no promovía la mutua acogida, la fraternidad y la comunión.

Jesús lo captó enseguida. Y con una lucidez y una audacia sorprendente introdujo para siempre en la historia humana un principio que lo transforma todo: “Sed misericordiosos como vuestro Dios es misericordioso” (Lucas 6,36). Es la misericordia y no la santidad el principio que ha de inspirar la conducta humana. Dios es grande y santo no porque rechaza y excluye a paganos, pecadores e impuros, sino porque ama a todos sin excluir a nadie de su misericordia. Dios no es propiedad de los buenos. Su amor está abierto a todos, también a los malos. Dios es de todos. En su corazón hay un proyecto integrador. Dios no separa ni excomulga, sino que acoge y abraza. No bendice la discriminación. Busca un mundo acogedor y solidario donde los santos no condenen a los pecadores, los ricos no exploten a los pobre, los poderosos no abusen de los débiles, los varones no dominen con su prepotencia a las mujeres.

“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. Hemos de grabar bien estas palabras de Jesús en el corazón de la Iglesia. Estas palabras no son propiamente una ley o un precepto más. Se trata de reproducir en la tierra la misericordia del Padre. Esta llamada a la misericordia es la clave del Evangelio, la gran herencia de Jesús a la Humanidad. El único camino para construir un mundo más justo y fraterno. El único modo de hacer entre todos una Iglesia más humana y más creíble.

3. La acogida de Jesús a “pecadores” más despreciados

Los evangelios destacan que lo que provocó más escándalo y hostilidad hacia Jesús fue su amistad con un colectivo bien reconocible de personas a las que se llamaba despectivamente “pecadores”. Nunca había ocurrido nada parecido en la historia de Israel. Ningún profeta se había acercado a ellos con la actitud de respeto, amistad y simpatía de Jesús. El término de “pecador” no tenía en tiempos de Jesús el contenido preciso que tendrá luego en Pablo de Tarso. A este colectivo de “pecadores” se los consideraba excluidos de la Alianza, bien por su vida inmoral, bien por su profesión, bien por su contacto con paganos, su colaboración con Roma, etc. Forman dentro de Israel un grupo proscrito y despreciado, sobre todo, por los sectores más observantes y rigoristas que los excluyen de la convivencia (banquetes, saludos, matrimonio…). Su conversión se consideraba prácticamente imposible. Los más conocidos eran los “publicanos” y las “prostitutas”.

Lo que más escandalizaba era la costumbre de Jesús de sentarse con ellos a comer en la misma mesa. No es algo anecdótico y secundario. Es el rasgo que caracteriza su modo de actuar con los pecadores más despreciados. En medio de un clima de condena y discriminación, Jesús introduce un “signo de acogida”. La reacción fue inmediata. Los evangelios recogen fielmente, primero la sorpresa: “¿Qué? ¿Es qué come con publicanos y pecadores?” (Marcos 1,16). No guarda las debidas distancias. ¡Qué vergüenza! Luego, la hostilidad, el rechazo y los insultos. “Aquí tenéis a un comilón y bebedor de vino, amigo de pecadores” (Lucas 7,34; Mateo 11,9). El asunto era explosivo. Sentarse a la mesa con alguien siempre es una prueba de respeto, confianza y amistad. No se come con cualquiera y menos en aquella sociedad donde se cuidaba tanto la propia santidad santa. ¿Cómo podía comer con pecadores e indeseables alguien considerado por muchos como “hombre de Dios”.

Pero, además, Jesús se acercaba a comer con ellos, no como un maestro de la Ley, preocupado por examinar su vida escandalosa, sino como profeta de la misericordia de Dios, que les ofrece su amistad y comunión. El significado profundo de estas comidas con pecadores consiste en que Jesús crea con ellos “comunidad de mesa” ante Dios. Comparte con ellos el mismo pan y el mismo vino; pronuncia con ellos “la bendición a Dios” y celebra anticipadamente el banquete final que, según anuncia Jesús, el Padre está ya preparando para sus hijos e hijas. Con este gesto profético Jesús les está anunciando la Buena Noticia de Dios: “Esta discriminación que estáis sufriendo dentro del pueblo elegido no refleja el misterio último de Dios. También para vosotros el Padre es misericordia y bendición”.
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La mesa de Jesús es una mesa abierta a todos. Dios no excluye a nadie, ni siquiera a los pecadores. En el proyecto del reino de Dios todo ha de ser diferente. No hay por qué reunirse en mesas diferentes. Jesús sabe muy bien que su mesa con pecadores no es la “mesa santa” de la que se enorgullecen los fariseos ni la “mesa pura” de los miembros de la comunidad de Qumrán. Es la “mesa acogedora” de Dios. Con su actuación, Jesús no justifica la corrupción de los publicanos ni la vida de las prostitutas. Lo que hace es romper el círculo diabólico de la discriminación y abrir un espacio nuevo donde todos son acogidos e invitados a encontrarse con el Padre de la Misericordia. Jesús pone a todos, justos y pecadores, ante el misterio insondable de Dios. Ya no hay justos con derechos y pecadores sin derechos. A todos se les ofrece la misericordia infinita de Dios. Solo quedan excluidos los que no la acogen.

4. El principio-misericordia

Después de siglos de cristianismo es necesario hoy rescatar la misericordia como principio de actuación práctica liberándola de una concepción sentimental y moralizante. El lenguaje de la misericordia puede ser peligroso y ambiguo. En concreto, puede sugerir los buenos sentimientos de un corazón compasivo, pero sin el acompañamiento de un compromiso práctico; puede quedar reducido a “hacer obras de misericordia” en algún momento, sin abordar las causas injustas de muchos sufrimientos; puede entenderse como una actitud paternalista hacia algunos individuos, sin reaccionar ante una sociedad que sigue funcionando de manera inmisericorde e injusta.

Hemos de escuchar la llamada de Jesús como un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado como algo normal pues es inaceptable para Dios. Por eso el teólogo Jon Sobrino propuso hace unos años hablar del “principio-misericordia”, es decir, un principio interno que está en el origen de nuestra actuación privada y pública, que permanece siempre presente y activo, que imprime en nosotros una dirección y que va configurando nuestro estilo de vivir erradicando el sufrimiento y sus causas o, al menos aliviándolo” (Jon Sobrino, Principio-misericordia, Bajar de la cruz a los pueblos crucificados. Santander, Sal Terrae 1992, 31-45 sobre todo).

Ya Jesús, en la parábola del buen samaritano, nos ofrece de manera muy concreta la dinámica de la práctica propia de la misericordia (Lucas 10,30-36). Según el relato, un “hombre” asaltado, robado y despojado de todo, yace abandonado en la cuneta de un camino solitario. Por el camino aparecen dos viajeros: primero un sacerdote, luego un levita. Son representantes de la religión del Templo. Los dos actúan sin compasión alguna. Al llegar al lugar “ven” al herido, “dan un rodeo” y siguen su camino. Tal vez, como servidores del Templo se atienen al “principio de santidad” del Levítico: “Sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios soy santo”.

Aparece en el horizonte un tercer viajero. No es sacerdote ni levita. Ni siquiera pertenece al pueblo elegido. Pero este samaritano va a actuar según el “principio-misericordia”. Lucas describe su actuación con todo detalle. Al llegar al lugar “ve” al herido, “se conmueve”, “se acerca” al hombre y, movido por la compasión hace por aquel hombre todo lo que puede para restaurar su vida.

Primero, la “mirada compasiva”. La misericordia se despierta en nosotros, no tanto por la atención a las leyes morales o la reflexión de los derechos humanos, sino cuando sabemos mirar al que sufre de manera atenta y responsable haciendo nuestro su sufrimiento. Esa mirada es la que puede liberarnos de ideologías que bloquean nuestra compasión y de marcos morales y religiosos que nos permiten vivir con la conciencia tranquila. En la Iglesia cambiará nuestra actitud ante las personas homosexuales cuando aprendamos a mirarlos de manera diferente.
Segundo, “se acercó” al herido. Se aproximó. Se hizo prójimo. No se pregunta quién es aquel desconocido para ver si puede tener alguna obligación para con él por razones de raza o de parentesco. Quien vive desde el principio-misericordia se acerca a todo ser humano, cualquiera que sea su raza, su religión, su pueblo o su condición sexual. No se pregunta a quién me debo acercar sino quién me necesita cerca.
El compromiso de los gestos. El samaritano de la parábola no se siente obligado a cumplir un código determinado de obligaciones. Sencillamente responde a la situación del que sufre inventando toda clase de gestos para restaurar su vida y aliviar su sufrimiento.

5. Introducir el principio-misericordia en el magisterio oficial de la Iglesia sobre la homosexualidad

Antes que nada, Jesús nos está reclamando una manera nueva de relacionarnos con el sufrimiento que hay en el mundo de las personas homosexuales. Todo aquello que impide, oscurece o dificulta a las personas homosexuales captar el misterio de Dios como misericordia, ayuda, perdón o alivio de su sufrimiento, ha de desaparecer de la Iglesia de Jesús pues no encierra la Buena Noticia de Dios, proclamada por él.

Vamos a comenzar considerando que introducir en la Iglesia el principio-misericordia puede exigir revisar, actualizar y enriquecer el magisterio oficial sobre la homosexualidad.

Antes que nada, hemos de alegrarnos y agradecer que, al final del Sínodo sobre la Familia, en su Exhortación “La alegría del amor” (AL 250), el papa Francisco hace dos afirmaciones importantes:

“Toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar todo signo de discriminación injusta, y particularmente cualquier forma de agresión y violencia”.

“Por lo que se refiere a las familias, se trata por su parte de asegurar un respetuoso acompañamiento con el fin de que aquellos que manifiestan una tendencia homosexual puedan contar con la ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su vida”.

Sin embargo, hemos de decir que finalmente el tema de las personas homosexuales no se ha abordado directamente en el Sínodo sobre la Familia. El Papa, en su Exhortación final, afirma que la complejidad de algunos temas planteados nos mostró la necesidad de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales, morales, espirituales y pastorales (AL 2). Entre los temas que quedan pendientes se señalan dos respecto a la homosexualidad: “enfatizar la inaceptabilidad de discriminar a las personas homosexuales” y reconocer “los elementos positivos” que se transparentan en las llamadas uniones estables” (Relatio finalis).

Tal vez lo primero que se advierte en el magisterio oficial es que falta la mirada atenta y responsable al sufrimiento concreto de las personas homosexuales en su itinerario vital: en el contexto familiar junto a los seres más queridos; en su contexto social con frecuencia hostil (menosprecio, exclusión, maltrato sicológico y hasta físico…); en el contexto eclesial (incomprensión, estigmatización, marginación, condena moral.

Además, el magisterio oficial, redactado desde una actitud negativa y “globalmente condenatoria”, no permite percibir una preocupación real por responder a las verdaderas necesidades de las personas homosexuales que reclaman ser escuchadas, comprendidas y reconocidas en su condición homosexual. La Palabra de la Iglesia de Jesús ha de estar más pensada desde el sufrimiento y la situación real de las personas homosexuales y no solo desde la preocupación de elaborar la doctrina de una moral objetiva.

El mensaje de la Iglesia, movida por la misericordia insondable de Dios a todos y cada uno de sus hijos e hijas, no puede quedar reducida a una doctrina moral dictada de manera genérica a una “categoría” de personas llamadas homosexuales, sino que se debiera atender con atención lúcida, responsable y compasiva sobre todo a la necesidad de afecto, ternura, amistad, estabilidad emocional, seguridad… a la que esas personas encuentran la respuesta más adecuada y plena en individuos de su mismo sexo.

En coherencia con la actuación de Jesús hacia los sectores más despreciados y excluidos, su Iglesia ha de valorar y defender más la propia conciencia de las personas homosexuales e invitarles con confianza a hacerse ellos mismos responsables de su propia vida. En el magisterio oficial, condicionado por un enfoque “moral objetivista”, no se recoge con suficiente claridad la enseñanza del Concilio Vaticano II que afirma que toda persona “tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado”. “Esa conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella (GS 16).

[Paolo Gamberini recuerda cómo el joven teólogo Joseph Ratzinger escribía como experto del Concilio que “se ha de obedecer a la propia conciencia, antes que toda otra cosa, incluso si es necesario, contra el requerimiento de la autoridad eclesiástica”. Parejas homosexuales. Vivir, sentir y pensar de los creyentes en Selecciones de Teología (2016) 216, 272-273].

Esta valoración y defensa de la propia conciencia de la persona homosexual es tanto más necesaria puesto que está expuesta permanentemente a ser juzgada, criticada, presionada o aconsejada por quienes viven desde una condición heterosexual.

Una Palabra pronunciada por la Iglesia desde una preocupación real por no hacer todavía más dura la situación de las personas homosexuales de nuestros días, ha de eliminar ya de su lenguaje la consideración de la condición homosexual como “patología” (vitiata constitutio), atendiendo a la psiquiatría moderna más rigurosa.

Del mismo modo han de desaparecer del mensaje de una Iglesia de misericordia ambigüedades y silencios que provienen de una comprensión reduccionista e incorrecta de la sexualidad humana. No es admisible en la Iglesia de Jesús reducir la sexualidad a “genitalidad” para caer en una “moral biologicista” que olvida la importancia de la sexualidad para la autorrealización personal y como lenguaje y comunicación del amor. ¿Es justo que esta reducción lleve a presentar todo comportamiento homosexual como “intrinsecamente malo” y a considerar incluso la “misma inclinación como objetivamente desordenada”? ¿No es necesario revisar, completar y enriquecer este lenguaje desde una antropología más actualizada y desde un espíritu más evangélico?

lgtb_pagola-3-600x502Por otra parte, el magisterio oficial no puede quedar reducido a una condena objetiva sino que ha de tener una finalidad positiva. Si la Iglesia quiere anunciar la Buena Noticia de Jesús, habremos de esforzarnos mucho más en ofrecer a las personas homosexuales un proyecto humano y cristiano y unos cauces básicos para que, desde la aceptación e integración de su propia condición homosexual y orientados por su propia conciencia y un discernimiento responsable, puedan realizarse en su dimensión personal, interpersonal y social.

Así mismo en la Iglesia no podemos desatender la llamada de alerta que nos llega de hermanos y heramanas que acompañan a las personas homosexuales, comparten sus sufrimientos y las ayudan a superar sus dificultades personales y sus problemas de inadaptación social y eclesial. Esto es lo que dicen: la doctrina actual de la Iglesia, tal como es presentada, encierra el riesgo de llevar a algunas personas homosexuales a situaciones de crisis permanente, a la renuncia a toda relación humana profunda, al aislamiento, a la soledad y a la tendencia al autodesprecio. ¿Dónde, cuándo, cómo puede escuchar la Buena Noticia del Dios de la Misericordia la persona homosexual que se debate en la alternativa de iniciar una relación heterosexual forzada o de lo contrario aceptar una abstinencia de toda actividad sexual, a la que no se siente en absoluto llamada por Dios?

Por último, una cuestión decisiva. La reflexión moral sobre la homosexualidad se ha desarrollado sobre el presupuesto de que la sexualidad humana tiene como única finalidad la procreación. Desde esta concepción el comportamiento homosexual ha sido considerado contrario a la finalidad intrínseca de toda relación sexual. Sin embargo, desde hace algo más de cuarenta años, se va valorando cada vez más la aportación del Concilio Vaticano II sobre la doble finalidad del matrimonio: la procreación y la mutua comunión de amor (GS 50). Más en concreto, estos años se ha ido tomando conciencia de que la sexualidad humana no está orientada solo a la procreación ni se ha de reducir solo a la complementación genital, sino que está también orientada naturalmente a generar una relación amorosa auténtica (no de poder, dinero o sometimiento del otro…) sino de reciprocidad, responsabilidad, reconocimiento y cuidado mutuo.

Esta nueva perspectiva de la sexualidad humana, ¿no ha de tener repercusión alguna en la visión del amor homosexual? ¿No es esta una de esas cuestiones que, según el papa, la Iglesia ha de “seguir profundizando con libertad”? ¿No se está abriendo aquí una puerta más positiva y esperanzada para las personas homosexuales?

Es significativo que en la Relatio final del Sínodo Extraordinario del 2014 se decía que “sin negar las problemáticas morales relacionadas con las llamadas uniones homosexuales, se toma en consideración que hay casos en los que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas” (Relación final n. 52). Esta puerta abierta tímidamente quedó enseguida cerrada por las corrientes más rigoristas de resistencia a Francisco. ¿Cuándo se volverá a abrir?

6. La necesidad de promover una mirada más humana, misericordiosa y justa sobre la experiencia homosexual

Como decía anteriormente, el Sínodo sobre la Familia ha terminado sin abordar directamente la cuestión de la homosexualidad, pero entre los temas pendientes ha quedado uno: reconocer “los elementos positivos” que se transparentan en las llamadas uniones estables de personas homosexuales”. Pues bien, creo que esa búsqueda algo se está moviendo en la Iglesia. Es posible observar que jerarcas, teólogos y pastoralistas católicos van delineando poco a poco desde diversas perspectivas un horizonte más amplio para discernir y valorar la experiencia homosexual de manera más positiva y más evangélica.

Ya en 1999, en el Sínodo sobre Europa, el General de los dominicos, Timothy Radcliffe, bien conocido por su preocupación por las personas homosexuales, tuvo una intervención donde advirtió a los obispos europeos que “la autoridad de la Iglesia solo convencerá si es capaz de acompañar a las personas, si está atenta a sus desengaños, a sus peticiones y a sus dudas… La Iglesia no tendrá autoridad (para las personas homosexuales) si no aprende su lenguaje ni acepta sus dones [Paolo Gamberini, “Parejas homosexuales. Vivir, sentir y pensar de los creyentes”, en Selecciones de Teología (2016) 267].

Posteriormente varios jerarcas europeos se han pronunciado afirmando de diversas maneras que en el amor homosexual hemos de reconocer elementos positivos que son constitutivos de las persona humana creada a imagen de Dios. Entre los más conocidos, el cardenal Cristobal Schönborn, arzobispo de Viena en una intervención en el Sínodo Extraordinario sobre la Familia; el cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Munich, miembro del Consejo de Cardenales del Papa, o el obispo de Amberes Johanj Bonny, que considera que la Iglesia debiera reconocer en las uniones de homosexuales los valores de amor, fidelidad y compromiso.

Pero, seguramente, quien ha hablado con más claridad ha sido el cardenal Carolo Martini, arzobispo de Milán, que ha afirmado que “las uniones homosexuales… pueden testimoniar el valor de un afecto reciproco”. Por eso, si un creyente homosexual llega a madurar la elección de vivir con una pareja del mismo sexo, Martini invita “a no demonizar ni condenar al ostracismo tal elección. El criterio para juzgar tal relación será la fidelidad en la relación, la reciprocidad y el amor responsable” [Paolo Gamberini, a. c., 268 y 277].

Naturalmente es en los teólogos, moralistas y pastores donde se aprecia una voluntad más firme de repensar la actitud de la Iglesia para promover una valoración más justa y más humana. Solo señalaré tres perspectivas.

El teólogo moralista Pablo Romero ha recordado recientemente que la Iglesia ha de introducir la conciencia de que la orientación homosexual es “una realidad recibida” (de la vida, del azar, de la naturaleza, de Dios…). Por eso, la persona homosexual no podrá aceptarse a sí misma como don o como criatura agradecida a Dios si no puede reconocer que su orientación sexual concreta es “don de Dios” desde el que está llamada a realizarse. La persona homosexual es la primera que ha de ser educada y ayudada a pasar de una posible homofobia a una valoración positiva de su diferencia sexual o, si es creyente a una aceptación agradecida a Dios de su propio camino [Pablo Romero, “Uniones homosexuales: ¿Rechazo? ¿Misericordia? ¿Reconocimiento?”, en Selecciones de Teología (2016) 217, 28-29].
Por otra parte, en reacción a una moral de carácter objetivo y negativo, hay autores que insisten en que “es necesaria una moral del discernimiento sobre las relaciones para proponer al creyente homosexual un itinerario espiritual que le ayude a vivir a imagen de Dios” (Paolo Gamberini). “Lo que evidencia la bondad moral de una relación viene dado por la capacidad que tiene de expresar de manera profunda, auténtica y convincente, el mundo interior de las dos personas; de crear las condiciones para un desarrollo de una verdadera interpersonalidad, la cual solo se realiza en la medida en que se abandona la tentación de tratar al otro (la otra) como objeto, y se reconoce a la vez su unicidad irrepetible y su inestimable dignidad (Gianni Piana) [Paolo Gamberini, a. c., 275-276].
En esta misma línea, Paolo Gamberini afirma que el objetivo de la ética que se ha de proponer a las personas homosexuales consiste en “favorecer el crecimiento de las relaciones más auténticas según las condiciones. El creyente homosexual deberá optar por lo que le aproxime más a lo ‘mejor’ de la relación que está viviendo: con su propio cuerpo, con los otros y con Dios”. Desde esta perspectiva el bien moral consistirá en potenciar las relaciones con los otros y el mundo, consigo mismo y con Dios [Paolo Gamberini, a. c., 275-276].
lgtb_pagola-47. Promover la acogida en las parroquias y comunidades cristianas

Es importante, sin duda, la actuación de la jerarquía y el trabajo de los teólogos y moralistas, pero si queremos dar pasos decisivos para liberar a la Iglesia y a la sociedad de la homofobia es decisivo el clima de respeto, acogida y amistad que se puede generar en las parroquias, comunidades e instituciones y grupos cristianos. Desde esas bases se puede iniciar la reacción para ir cambiando la actitud global de la Iglesia ante las personas homosexuales. Tal vez tenemos que empezar por escuchar las palabras que Jesús nos está dirigiendo a todos: “Nací homosexual y no me estáis acogiendo”.

En el sínodo extraordinario de 2014, en la Relación después de la discusión se planteaba la acogida a las personas homosexuales en un tono positivo: “Las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a las comunidades cristianas: ¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades?” (Relación, n. 50). Para decepción de bastantes, estas palabras no fueron recogidas. Solo se vuelve a la orientación de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1986): “Toda persona, independiente de su propia tendencia homosexual, sea respetada en su dignidad y acogida con respeto, con la preocupación de evitar todo signo de discriminación injusta”.

Quiero comenzar con unas palabras llenas de sensatez evangélica y de realismo del papa Francisco: “La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre… A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (La alegría del evangelio 47).

Desde este horizonte hemos de trabajar para hacer que en nuestras comunidades cristianas se acoja, se escuche y se acompañe a toda persona homosexual, necesitada como todos de acogida, escucha y amistad.

Comunidades cristianas donde sean valoradas por su dignidad sin que su orientación sexual sea motivo de rechazo, discriminación, recelo, lenguaje ofensivo…
Comunidades cristianas donde puedan encontrar cauces adecuados para crecer como seguidores y seguidoras de Jesús, dando testimonio de su vida cristiana e integrándose activamente al servicio de la comunidad.
Comunidades cristianas en las que puedan encontrar amigos y amigas con los que poder compartir momentos difíciles de soledad, rupturas, discernimientos, toma de decisiones.
Comunidades cristianas que sepan solidarizarse y defender a toda persona homosexual de la estigmatización, la hostilidad, las humillaciones o burlas que pueda sufrir en nuestro entorno social o eclesial.
Comunidades cristianas comprometidas en concienciar a la Iglesia y a la sociedad para que se respeten los derechos de la población homosexual y se promueva todo lo que favorezca su convivencia digna y justa en medio de la mayoría heterosexual.
Dejadme terminar con un mensaje que quiero comunicar a la comunidad homosexual en nombre de Jesús. Es lo más importante que yo os puedo decir:

Cuando os veáis rechazados en la sociedad o en la Iglesia,
sabed que Dios os está acogiendo.
Cuando os sintáis condenados por algunos sectores,
sabed que Dios os mira con ternura.
Cuando os sintáis solos, olvidados, pequeños y débiles,
escuchad vuestro corazón y sentiréis que Dios está ahí, con vosotros.
Aunque nosotros os olvidemos, Dios no os abandonará jamás.
No lo merecéis. No lo merecemos nadie,
pero Dios es así: misericordia insondable y bendición para todos”.

José A. Pagola
11/mayo/2016
Ponencia de José A. Pagola impartida en la universidad de Deusto el 11 de mayo de 2016, organizada por las comunidades de Betania LGTB y otros colectivos cristianos.

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