miércoles, 8 de abril de 2020

LA EUCARISTÍA: CAMINO DE HUMANIZACIÓN.


Hay diferentes caminos para llegar a uno mismo, para ejercitarse en la individuación; están los métodos psicológicos, que nos enseñan a relacionarnos con nuestro pasado, con la sombra y el inconsciente, que nos ayudan a terminar con las falsas imágenes de uno mismo y a ahondar en nuestra propia esencia. Pero también están los métodos de la meditación y la contemplación, y en la contemplación ocupa un lugar importante la práctica de la buena respiración, estar atentos al flujo del aire en nosotros. La estructura de la respiración es una imagen decisiva para el camino de la persona hacia el sí mismo.  Se concreta en cuatro pasos: aceptar, soltar, ser uno y ser nuevo.  Cada camino hacia uno mismo pasa por estos cuatro pasos, y se aplica lo mismo en sentido psicológico y en sentido espiritual. 

 Estos cuatro pasos de la humanización constituyen también la estructura de la Eucaristía; aquí se vuelve a representar el camino que una vez realizó Jesús, para que seamos partícipes y para que, al igual que Jesús, y en comunión con él, nos transformemos, encontremos nuestro ser trascendente y seamos uno con Dios. Así, con Jesús, en la Eucaristía, seguimos su camino de hacerse hombre y llegar al Padre; de ese modo nos introduce también en el misterio de la vida humana. El camino de Jesús es un camino arquetípico, un camino que es típico para cada vida humana y que pone en movimiento algo en nosotros; según Carl Jung, los arquetipos son como agitadores que revuelven y producen algo en nosotros. 


Cuando nos entregamos al camino de Jesús, Él genera en nosotros una curación, su redención, y nos lleva a nuestra forma genuina a la vida verdadera. Ese camino tiene cuatro pasos, como antes dijimos, que se desarrollan consecutivamente en la Eucaristía (aceptar, soltar, ser uno y ser nuevo), y sobre los que vamos a dar algunas ideas a continuación: 

ACEPTAR: Es lo que sucede en la primera parte de la Eucaristía. Tras el saludo, en el que nos percibimos y aceptamos mutuamente, viene el acto de contrición, cuya finalidad es reconocernos en nuestra verdad y aceptarnos a nosotros mismos. Me presento ante Dios tal como soy, con lo bueno, y también con lo malo, con mis sombras, con mi culpa. No se trata de fingirse los peores, no es degradarse, ni despreciarnos: es ofrecer a Dios nuestra verdad, lo que somos. De lo contrario quedamos divididos, y por tanto separados de nuestra esencia, de nuestro verdadero ser, y así separados de Dios y de las personas. La culpa excluye, separa, divide; el acto de contrición busca llevarnos a la misericordia de Dios, en la que somos reconciliados,  y devueltos a la unidad del ser, a Dios y a la comunidad, donde somos uno. 

 Luego, toda la liturgia de la Palabra trata en torno a la aceptación; las lecturas, el Evangelio, quieren decirnos la verdad de lo que somos, revelarnos el misterio profundo del ser humano: que somos valiosos para Dios, que Dios mismo habita en nosotros. Es importante que nuestra dignidad y nuestra luz salgan y se manifiesten. A veces no solo reprimimos nuestra sombra, sino también la luz que llevamos dentro.

SOLTAR: Este es el segundo paso de la humanización, y tiene lugar cuando celebramos la muerte de Jesús en la Cruz, su entrega; ahí aprendemos a soltar, y al mismo tiempo a abrazar lo que cada día nos crucifica, el estar de acuerdo con las personas que cruzan mi camino, con lo que nos sale mal, con la enfermedad, con lo impredecible. Entonces sucede que aquello que nos crucifica se convierte en la Eucaristía en camino de vida verdadera

 El acto de soltar se concreta en los ritos de la preparación de las ofrendas y en la transustanciación.  Con el pan y el vino presentamos a Dios nuestra vida y la elevamos al ámbito divino; le entregamos nuestra cotidianidad, nuestro trabajo, nuestros éxitos, nuestros anhelos, nuestro amor, nuestras alegrías.  Le ofrecemos todo a Dios para que lo acepte y lo transforme. Soltamos, le cedemos todo a Dios, lo dejamos en sus manos, para que él nos lo devuelva transformado. 

También el acto de soltar se relaciona con la transustanciación, donde nuestras ofrendas se transforman por el Espíritu de Dios en cuerpo y sangre de Jesucristo. Es un momento de creación, en el que el pan y el vino son convertidos en ofrenda divina, en cuerpo y sangre, y así nos regala Dios en su Hijo presente un nuevo comienzo. Lo humano, lo cotidiano, una vez ofrecido, es recreado y entra en el ámbito divino, que es su origen último. Lo que ofrecemos, junto al pan y al vino, se nos devuelve como pan de vida y bebida de salvación. Lo que ofrecemos, se santifica, se hace santo. 

SER UNO: Este es el tercer paso en el camino de la contemplación y en el proceso de humanización que acontece en la Eucaristía, y sucede en el momento de la Comunión, cuando comemos del cuerpo y la sangre de Cristo. Ahí, al compartir la mesa, somos uno con Jesús, y por Él, uno con Dios. Somos sumergidos en la vida que transcurre entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; somos aceptados en la comunidad de la Trinidad de Dios. Antes, el trabajo de auto comprenderme y aceptarme era más mío, pero ahora Dios hace más, y la aceptación alcanza otro nivel, si yo lo permito, si lo acepto; si Dios es uno conmigo y yo soy uno con Dios, puedo integrarlo todo: mi vida, mi cuerpo, mi espíritu, mis lados claros y oscuros, mis fortalezas y mis debilidades. Me reconcilio con mi historia, con mi pasado, con lo que vino en el presente, y también reconciliarme con mi mortalidad, mi precariedad, mi finitud.

 Cuando yo reconozco y afirmo lo que Dios hace en mí en la Eucaristía, podré abrir mis resistencias a la vida, soltarme y dejarme caer en las manos de Dios. Ahí encuentro la paz, la que viene de Él, y la puedo compartir y ofrecer a los que Él pone en mi camino. 

SER NUEVO: Este es el cuarto paso de la humanización que podemos vivir en la Eucaristía, el renacimiento. Al ser uno con Cristo, hemos renacido, hemos sido recreados gracias a su Espíritu. Ahora somos partícipes de su resurrección que destruye y transforma nuestra muerte. En la comunión nos reconocemos de otro modo, encontramos un UNO que es nosotros, y podemos levantarnos de todos nuestros sepulcros y muertes, de la autocompasión o el rechazo, de la resignación y la decepción, de la tristeza y del miedo. Como dijo Pablo: "El que está en Cristo es una criatura nueva, una nueva creación: pasó lo viejo, todo es nuevo" (2 Co 5, 17). Qué importante es saber reconocer, en medio del pasado, de la historia que nos marca y traemos con nosotros, eso nuevo que crea el Espíritu en nosotros constantemente, en cada Eucaristía y en cada momento de la vida también. Ahí están también en nosotros la creatividad, la vitalidad, la imaginación


No es que olvidemos lo que hay, que cerremos los ojos, que ignoremos las heridas; los podemos contemplar ahora todo, porque al mismo tiempo contemplamos a Jesucristo, que nos ha dado su Espíritu, que nos recrea constantemente con su vida eternamente nueva. Si dejamos que ese Espíritu sople en esos momentos de meditación, de oración y de comunión, el pasado, y lo que no nos deja ser lo que somos, pierde su poder sobre nosotros. Seguirá presente por el momento, pues la curación puede llevar tiempo, pero no será la única realidad, no la más importante, no la que me define como persona. En medio de mi vida herida hay algo nuevo, que brota y se abre paso, y la primavera de Dios acabará estallando dentro, con toda su fuerza.

Estos cuatro pasos, caigamos en la cuenta, son los mismos que hemos mencionado cuando tratamos de comprender, desde esta misma perspectiva, el Triduo Sacro: jueves santo (acoger o aceptar), viernes santo (soltar, entregar), sábado santo (ser uno, unidad) y domingo de resurección (ser nuevo, renacer). Toda la vida espiritual está marcada por estos cuatro momentos.

((Resumen personal de textos de Anselm Grün).

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